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Poemas y dolores

Gonzalo me dijo que un poeta que no conocía el dolor no merecía cantar y casi que ni siquiera vivir.

En los 76 años que marco, que han sido como un soplo divino sobre este valle de lagrimones regados por mi país, nunca viví tres de las experiencias fundamentales por las que pasan, o pasaban, esos hombres entregados por sus ideas al batallar: el cuartel, la cárcel y el hospital.
Y perdóneseme la frase, que parece de un bolero de Daniel Santos. A los dos primeros lugares he asistido de pronto como visitante a llevarles cigarrillos envenenados a los amigos, y al último, a cumplir con ellos la ceremonia del adiós, como fue con el vigoroso novelista Óscar Collazos, amante de la vida y de su Jimena (con jota), quien ante lo inevitable terminó pidiendo permiso. Me ha correspondido ingresar al tercer establecimiento, que es el hospital (el de Loyola), del que se sale de regreso a la morada de Dios o de la señora. Para bien o para mejor, estoy de regreso a la casa de la señora. El Señor no se da de prisas.
Me da un tris de vergoña ponerme trascendental merced a un padecimiento reciente de poca monta, tan doloroso, eso sí, que duele más recordarlo, como lo es una hernia discal con la consecuente opresión del ciático, que me ha hecho cantar a berrinche herido como los torturados de un viejo régimen. Esto, en momentos en que amados amigos pasan con dignidad por trances verdaderamente azarosos, como el gran poeta de Nicaragua, Francisco de Asís Fernández, y los inmensos peruanos Raúl Zurita y Renato Bacigalupo. Más mis poco amistosos pero al fin queridos compañeros de viajes por la carretera Colombia, Gustavo Cobo-Borda y Harold Alvarado, a quienes Dios guarde y preserve. Y luego de haber visto apagarse a esos impagables compañeros de festivales Ledo Ivo, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Eduardo Chirinos, Gonzalo Márquez, Guillermo Martínez, Armando Orozco. Y agreguemos a Derek Walcott.

A punta de dolores se va aproximando uno a los mejores poetas sufridores y maldicientes

Desde muy joven me volví insensible al dolor. No me dolía ni una muela por más coca que la tuviera. Ningún órgano me dolía; la cabeza, jamás, el estómago, ni un pellizco. Ni un desamor. Lo que me hacía sentir inmortal. Una admiradora poco lisonjera me advirtió que estaba en peligro de convertirme en un zombi, peor aún, en un ente, si ya no lo era. Lo que me sobresaltó. Gonzalo Arango me dijo que un poeta que no conocía el dolor no merecía cantar y casi que ni siquiera vivir. Que el poeta cantaba para hacer eco de la queja de los sufrientes. Que la poesía no me iba a servir como caja de resonancia de mis orgasmos, que no fuera atrevido. Le contesté que me dolía el mundo. Con eso es suficiente, me tranquilizó, pero no lo noté muy convencido.
Ahora estoy pagando las que no debo. A las tenazas de la ciática, que a decir verdad desaparecieron con las pinzas del cirujano doctor Miguel Berbeo, bajo la supervisión del bienaventurado Senséi, y del médico y científico de la mente humana doctor Carlos Delgado, se han sumado la detección de un trombo profundo en la pantorrilla que se descubrió por una inflamación asaz dolorosa en el peroné, tratado con Warfarina, que a veces me pone la sangre como agua destilada y a veces como jalea, amén de una insufrible inflamación de cartílago en la rodilla, una chocante continuidad urinaria, y los cinco dedos del pie derecho dormidos hace dos meses.
Cuando en urgencias de los hospitales me preguntan por los sitios del cuerpo que siento afectados, sin que la enfermera se llame Juana le respondo sin empacho que “la punta del pie, la rodilla, la pantorrilla y el peroné”, sin ruborizarme porque piense que emulo la seductora canción de Hugo del Carril, del 45. Y eso que no hablo del dolor moral que cada vez impacta más mi sesera y que como única manera de conjurarlo me tiene escribiendo –luego de publicar Mi crucifixión rosada–, Mi temporada en el infierno. A punta de dolores se va aproximando uno a los mejores poetas sufridores y maldicientes. Ahora sí voy a sabérmelas todas. Con permiso.
JOTAMARIO ARBELÁEZ
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