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El habitante del quinto piso (1)

Tuve la fortuna de palpar la grandeza nada menos que en el combo de amigos que hice antes de los 20.

Desde que era un minúsculo animalito con pretensiones de poeta aspiré a la grandeza. Si no la alcanzaba por más zancos en que trepara o pirámides que escalara, por lo menos en alguien que me encontrara. Y tuve la fortuna de palparla muy pronto, nada menos que en el combo de los amigos con que me hice antes de alcanzar la veintena. Casi todos eran geniales, locos y peligrosos, como rezaba su tarjeta de presentación, pero el más genial de todos era el menos loco y el nada peligroso Jaime Jaramillo Escobar, quien para que nadie lo descubriera en estas andanzas poeticonspirativas, pues trabaja en la Administración de Hacienda chequeando evasores del fisco y podrían correrlo del puesto, se seudodenominaba con el número de su cédula 504548, que le hice apocopar a X-504 para conservar por lo menos la mitad de su incógnita, y así no fuera tan fácilmente detectado por los computadores fiscales.
Cuando el profeta Gonzalo Arango llegó a Cali a predicar su “evangelio de la nueva oscuridad”, como el muy ateo definía ese su inventico contrarredentorista que bautizó El Nadaísmo en el Jordán de la poesía, me tocó estar sentado en la sala de conferencias de La Tertulia en medio de dos de sus condiscípulos del Liceo Juan de Dios Uribe, de Andes, su patria chica, Alfredo Sánchez y Jaime Jaramillo Escobar. Los tres fuimos ungidos, con Diego León Giraldo y Dukardo Hinestrosa, abanderados sin palo del nadaísmo caleño. Sánchez se encargó de dirigir el suplemento literario Esquirla, donde comenzó a divulgarnos, y Jaime compró una máquina de escribir para pasar en limpio su pensamiento, que hasta entonces solo se manifestaba por lápiz.

Casi todos eran geniales, locos y peligrosos, como rezaba su tarjeta de presentación, pero el más genial de todos era el menos loco y el nada peligroso Jaime Jaramillo Escobar.

En 1960, Gonzalo y Amílkar U de Medellín, Elmo Valencia y Jotamario de Cali emprendimos lo que debería ser la primera gira nacional en busca de conquistar adeptos juveniles para la causa perdida. Luego de hacerlo en Manizales y Pereira caímos en Cali y fuimos a dar a la habitación de Jaime, en el quinto piso del edificio Torres y Torres, quien a pesar de sus remilgos higiénicos acogió en su misma cama a los fundadores del acabose. En tanto Elmo y yo retornábamos a nuestro respectivo hotel-mama. La idea era pasar unos días de sultanato y seguir a Buenaventura, Popayán, Pasto, y luego abordar todas las capitales del territorio. Terminaríamos por embrujar el país y luego el planeta. Elmo acababa de llegar de los Estados Unidos, donde, dijo, estudió ingeniería electrónica, pero en realidad se la pasó andaregueando en plan beatnik por Nueva York y Chicago. Y como la electrónica no había llegado a Colombia hubo de enrolarse en el nadaísmo.
Gonzalo había conocido el Chocó, adonde tuvo que salir disparado cuando cayó Rojas Pinilla, para que no lo lincharan por colaborador, a Cali, donde escribió el Primer manifiesto, y a Bogotá, donde fue a presentarlo a la cafetería El Automático. Pero Amílkar y yo, menores de 20, ni siquiera habíamos salido de casa y ya lanzados a conquistar el mundo con la palabra endiablada que extraíamos los cuatro de una Hermes Baby.
Jaime, tanto en su cuarto como en la calle y en la oficina, era la mata de la prudencia, de la caballerosidad, del decoro. Siempre atildado en el oficinesco vestir, menos los sábados cuando se iba de pantaloncitos apretados a las piscinas olímpicas a hacer de salvavidas de jóvenes que se ahogaban en sus viviendas. Su cuarto era de 4 por 6 y, además de la cama muy bien tendida, una mesita de escribir, un ropero y el baño, ostentaba una biblioteca llena de libros de poesía oriental, tipo Los gazales de Hafiz, que Amílkar devoró hasta el hartazgo, pasándolas con agua de azúcar, las obras de Kafka; José y sus hermanos, de Thomas Mann, y El juego de abalorios, de Herman Hesse; Barrabás, de Lagervist, los siete tomos de En busca del tiempo perdido y un manual de perversiones de Steckel.
Jaime madrugaba a su trabajo en el Palacio Nacional. A media mañana Alfredo Sánchez, que era contador en un almacén vecino, les llevaba café y unas empanaditas preparadas por su señora. (Continuará)
Jotamario Arbeláez
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