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Coqueteando con la parca

Estoy ensayando mi poética consagración a las artes del sexo, como ya lo hizo mi amigo Sandro Romero

Jotamario Arbeláez
Nunca pensé que iba a alcanzar una edad tan avanzada que la muerte –que me ha tenido toda la paciencia del mundo– comenzara a hacerme guiños por la ventana. Consistente en mostrarme, antes de que aparezcan en la prensa, las fotos de los amigos que se va llevando. Que van siendo legión en los últimos días, no por crueldad como con los accidentes de los jóvenes de antaño, sino por el consiguiente desgaste de la maquinaria, la fatiga del metal, como se dice de los aviones exhaustos. Y lo peor, o lo bueno, en mi caso, es que no tengo ningún quebranto de salud que me obligue a ponerme mosca. Mantengo la salubridad de tanto decir ¡salud! Camino con mis perros por la campiña silbando La Marsellesa, leo sin sobresaltos las obras completas de Lovecraft, degusto con deleite escoceses de 12 años, escribo las memorias eróticas que me quedaron sin el disfrute. Solo he perdido las amígdalas, las cordales, el apéndice y la próstata sin desperfectos que lamentar.
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Mantengo la capacidad para ejercer todos los ejercicios espirituales y físicos propios del alma y el cuerpo de un occidental con agallas. Lo único sensible en medio del paisaje que habito en el área donde Bachué con su hijo comenzaron a poblar el mundo, según la mitología muisca, al pie del cerro de Iguaque, es que mi inefable compañera me ha taponado sus entradas para que no vaya a ingresar exhausto al reino de los cielos, que es donde están las verdaderas bellezas por disfrutar. Como el acomplejado Marqués de Sade en su celda de la Bastilla, escribo de los placeres nunca vividos, pero que percibí en tantos manuales, sobre todo en los suyos. Me he quedado, pues, sin el pan y sin el queso, que era lo que más me gustaba. En la evocación minuciosa de todos y cada uno de los agujeros de ratón por donde me fue concedido meter el pico. Que ahora solo es el pico de la mirándola. Desempolvando los tomos subrayados de la morboteca, repasando la peliculiadera del internet y practicando el sexo a distancia a través de la mente invasiva y, si esta tiene interferencias, por videollamadas. Para eso subsisten y se presentan a cada momento las fans electrónicas que no se acoquinan con nada. Me paso de coqueto y hasta de irreverente con mis dos manos. ¡Qué culpa! Así quedé después de leer, cuando niño, El cantar de los cantares que me regaló mi papá. Fantaseo. Es solo que estoy ensayando mi poética consagración a las artes del sexo, como ya lo hizo mi amigo Sandro Romero con su anfiteatral Consolación de la pornografía. Pero sin caer en el erotismo. Pornografía pura, para no morirme de ganas.

No le temo a la muerte, que por algo es una deidad femenina que debajo de su túnica negra debe de tener buena pierna. Me he familiarizado con ella y la convido a mis emocionales
paseos vesperales.

Decía de las recientes desapariciones de mis amigos, contado el poeta Jaime Jaramillo Escobar, quien me dijo que la vida había que consagrarla a engañar al diablo y despistar a la muerte, y me enseñó todos los poemas que le había hecho para tenerla quieta; el pintor y escultor y cantante Antonio Frío, quien tenía el culto de los héroes empezando por Bolívar, a quien puso de ruana quitándole el uniforme militar; Fernando Guinard, quien me invitó a preparar el libro El espíritu erótico, con pinturas y poesías que enseñaran que el espíritu era quien manejaba el carro del desenfreno de los cuerpos desanimados. Montó el Museo de Arte Erótico Americano con su joven, hermosa y espigada compañera Emilse Rivera, quien le diseñaba la también la excitante revista Ojos, émula de Soho. Y le mantenía, con sus cuidados, al resguardo de la parca cuando le picaba el ojo. Allí publiqué todos esos trasuntos pecaminosos que reuniré en el volumen Tras Eros.
No le temo a la muerte, que por algo es una deidad femenina que debajo de su túnica negra debe de tener buena pierna. Me he familiarizado con ella y la convido a mis emocionales paseos vesperales, la mano en el culo. Avanzamos ambos con nuestros cayados, en completo silencio. Solo mis perros Dina y León se muestran algo cabreados, y debo vigilar porque no la muerdan. Cuando llego a la tienda del camino y pido mi scotch, desaparece como por ensalmo. ¡C’est la vie!
JOTAMARIO ARBELÁEZ
jotamarionada@hotmail.com
Jotamario Arbeláez
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