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Nostalgia de la cantina

Es en la cantina donde encuentran espacio para cantar su tristeza esos corazones que sufren el dolor de una partida inexplicada.

José Miguel Alzate
En el pueblo donde nací —Aranzazu, un municipio al norte de Caldas—, mi casa quedaba casi al frente de una cantina donde los domingos, desde las nueve de la mañana, se empezaban a escuchar en una rocola las canciones atormentadas de Los Cuyos. Se llamaba La última copa. Los recolectores de café, que a esa hora empezaban a llegar de las fincas, amarraban los caballos en los barrotes de las puertas, y se sentaban en las mesas que daban a la calle para, bebiendo cerveza, arrancarse del pecho el recuerdo de esos amores que dejan heridas en el alma. Las voces de Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Óscar Agudelo, Pepe Aguirre, Rómulo Caicedo, Gabriel Raymon y el Caballero Gaucho llegaban a nuestros oídos narrando en sus canciones historias de amores frustrados.
En los pueblos cafeteros, las cantinas han sido siempre refugio propicio para desahogar las penas del alma. Los bebedores se sientan a las mesas para pedirle al cantinero, con la tanda de cerveza, canciones que hablan de despedidas. Entonces se escuchan esas letras que interpretan el sufrimiento de un corazón que llora la ausencia de la amada. Mientras Alberto Zapata dice en ‘El esquinazo’ que ella no podrá negar que cuando su enamorado tuvo dinero nada le negó, Agustín Magaldi narra en ‘Dios te salve mi hijo’ la historia de ese muchacho que encontró la muerte en una manifestación política donde se arengaba a los paisanos para ganar las elecciones. Y Antonio Tormo sacude el corazón con ese ‘Prisionero del dolor’ que habla de un hombre con el alma destrozada.
El espacio donde se expresan los sentimientos frustrados es por excelencia la cantina. Si uno mira dentro, hacia una mesa cualquiera, encuentra a un hombre que, mientras escucha una canción que habla de su arrepentimiento por haber traicionado a la novia, consume aguardiente como tratando de olvidar la pena que lo embarga por haberla perdido. En otro rincón se puede ver a un campesino que entre cerveza y cerveza lanza quejidos de dolor mientras en el equipo se escucha la voz de Lucho Bowen, que, con tono quejumbroso, le recuerda que no tiene nada que poderle ofrendar, sino un corazón que nunca sabe mentir. El hombre saca del bolsillo del pantalón un pañuelo y, llevándolo a los ojos, limpia las lágrimas que brotan como torrentes por sus mejillas al recordar ese amor que se ha ido.
Los padecimientos del corazón se expresan al ritmo de esa música que habla sobre las angustias del alma, o sobre un amor perdido, o sobre una mujer ingrata. Es en la cantina donde encuentran espacio para cantar su tristeza esos corazones que sufren el dolor de una partida inexplicada. Al calor de una cerveza el alma se desinhibe, y canta su dolor intenso por la que se fue. Cuando las ilusiones se pierden, es en el licor donde el hombre busca escape a su desazón interior. Entonces el entusado le pide al cantinero que ponga en el equipo ‘Suplicio’, de Nano Molina. Y esas guitarras que suenan con notas despechadas le recuerdan que no puede olvidar una amarga pena, porque en su vida una mujer dejó cicatrices imborrables, y en su alma todavía sangra una honda herida.
En el imaginario popular, la cantina ha sido sinónimo de sitio de perdición. Todo porque a estos establecimientos los culpan del inicio de los jóvenes en su relación con el licor. La comparan, incluso, con esos bares que en las zonas de tolerancia de los pueblos fueron escenario de pasiones encendidas que a veces terminaban en tragedia. Pero la verdad es que, en la juventud, era grato escuchar esas canciones que, como ‘Rama seca’, del Dueto América o ‘Reconciliación’, de Tito Cortés, salían del interior de una cantina narrando las tristezas del alma. De niño, uno pasaba por el frente de una cantina y escuchaba cómo desde adentro José Miguel Class repetía a cada rato que era tanto el amor que sentía por una mujer que no era capaz de olvidarla. Y uno asumía ese sufrimiento como propio.
A Gardel lo descubrí en esa cantina de la esquina de mi casa. Sonaba a toda hora. Decía que uno está tan solo en su dolor que en su afán de dar amor sufre y se destroza el corazón. Es la filosofía popular la que se expresa en esas canciones donde late un sufrimiento. La cantina es un concierto de voces que despierta tristes recuerdos. Allí se escucha a esas mujeres que, como Mary Ramía con ‘Amor en tinieblas’, María Elena Sandoval con ‘Cataclismo’ y Toña La negra con ‘Cenizas’, cantan a un amor perdido. Y se escucha también ‘Besos callejeros’, de María Luisa Landín, donde se habla de un amor enterrado en el olvido. Y ‘Lejos de Ti’, de Ligia Mayo, donde una mujer dice que llora por un amor ausente. Como diría Óscar Domínguez, la cantina es una nostalgia adherida al alma.
José Miguel Alzate
José Miguel Alzate
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