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La mujer que no tenía nombre

No entendió por qué la miraban como a un ser extraño.

Esta es la historia de una mujer que no tenía nombre. En San Rafael de los Vientos, el pueblo a donde llegó a vivir cuando tenía once años de edad, nadie sabía cómo se llamaba. Ni siquiera el padre Tamayo, que le dio la sagrada comunión la misma tarde en que, en la plaza de Bolívar, se bajó del bus de Empresa Arauca, supo cuál era su nombre. Traía en la mano derecha una caja de cartón amarrada con cabuya. Cuando descendió del vehículo que la trajo de Medellín, un desfile solemne cruzaba la plaza. Estaba encabezado por Diego María Gómez, un sacerdote que en ese momento llegaba a su pueblo natal para recibir un homenaje por su exaltación como obispo de la Diócesis de Pasto. Entró a la iglesia, con la caja de cartón en la mano, siguiendo a las personas que tomaban parte en el recibimiento.
No sabía qué acto se iba a celebrar en la iglesia. Pero cuando vio que, alegre, entonando cantos de bienvenida, la gente subía las escalas del atrio, no tuvo ningún inconveniente en sumarse a la multitud. Se sorprendió al ver que las señoras cubrían su rostro con un manto de seda negro, que los señores iban todos con corbata y que las muchachas lucían vaporosos trajes blancos. Llevaba puesta una bata de color rojo que le llegaba un poquito más abajo de las rodillas, una blusa de popelina blanca con unas mangas largas que le cubrían los brazos y una boina azul en la cabeza, Todos la miraron extrañados. Nunca la habían visto en el pueblo. Les parecía rara su indumentaria. La ropa estaba desgastada por el uso y la boina en la cabeza no era la indicada para el acto que se celebraba.
No entendió por qué la miraban como a un ser extraño. Se dio cuenta de que despertaba la atención cuando, al ver que la gente se dirigía a recibir la comunión, ella se fue detrás para hacer lo mismo. No se imaginó que era la boina azul en la cabeza, la caja de cartón en la mano y la boca desdentada la que atraía las miradas. Impertérrita, como si no fuera a ella a quien estaban mirando, se ubicó en el comulgatorio. Cuando, minutos después, tuvo al frente suyo al padre Tamayo con el copón lleno de hostias en la mano, sólo atinó a sonreír. Como el sacerdote la miró extrañado, no alcanzó a entender lo que le dijo antes de ponerle la hostia en la lengua. Como no contestó nada, el curita se sorprendió. ¿Quién será esta muchacha?, pensó cuando ella cerró la boca para tragarse la hostia.
Esa tarde nadie le preguntó quién era, ni de dónde había venido ni si tenía familia en el pueblo. Ella no lo extrañó. Estaba acostumbrada a que la gente la mirara como un bicho raro, sin interesarse por su vida. Por esta razón se le hizo extraño que, al día siguiente, al salir de la misa de siete, al verla sentada en la acera de la tienda de abarrotes de Nacianceno Pérez, Tinita Gómez le preguntara quién era. “¿Para qué quiere saberlo?”, le contestó con esa voz gangosa con que se hizo popular en San Rafael de los Vientos. Mirándola a la cara, advirtiendo que no tenía dientes, la profesora de la escuela de niñas le preguntó cómo se llamaba. Pero la mujer se quedó callada. Tinita Gómez, que todos los días asistía a la misa que oficiaba el padre Tamayo, insistió en saber quién era. Pero la mujer no se lo dijo.
El padre Tamayo salió de la casa cural a las ocho de la mañana para llevarles la comunión a los enfermos. Llevaba puesta la casulla, y en la cabeza un gorro negro.
Del pecho pendía una especie de medallón dorado donde llevaba las hostias. Al pasar frente al café del loco Alzate vio, sentada en la puerta, la caja de cartón a un lado, a la muchacha a quien le había dado la comunión la tarde anterior. Como iba de afán, no le dijo nada. Pero al regresar, al verla en el mismo sitio, los ojos tristes, su sentido de la solidaridad hizo que se detuviera y, mirándola con compasión, le hiciera la misma pregunta que antes le había hecho Tinita Gómez. Fue ahí cuando la muchacha soltó la lengua para decirle: “No tengo nombre”. Entonces, sacándose del bolsillo el monedero, le regaló cinco centavos: “Para que se compre un pan”, le dijo en el momento de entregárselos.
Se quedó viviendo en San Rafael de los Vientos. Como nunca se supo cómo se llamaba, la gente empezó a llamarla “La mujer sin nombre”. Las dos primeras noches durmió en la calle, cubierto su cuerpo con un costal. Pero al tercer día encontró una mano caritativa: Tinita Gómez. Al darse cuenta de que dormía en la calle la llevó a su casa para que le ayudara en los oficios domésticos. Aunque quiso ponerle un nombre, ella no aceptó. Cuando le dijo que no tenía familia porque había sido abandonada por sus padres cuando tenía cinco años, la directora de la escuela de niñas se conmovió. “Te voy a llamar Susana”, le dijo cuando le sirvió un plato de sopa. Pero la muchacha, que hablaba con una voz que parecía quedársele en la garganta, le contestó. “No señora. Soy una mujer sin nombre”. Le contó entonces que no había sido bautizada.
Aconsejada por el padre Tamayo para que averiguara quién era la muchacha que había llevado a su casa para que le ayudara en los oficios domésticos, esa misma tarde Tinita Gómez le preguntó de dónde venía. Mirándola con recelo a los ojos, tapándose la boca con las manos, el cabello peinado hacia atrás, ella murmuró una palabra que la directora de la escuela de niñas no alcanzó a entender. “Hábleme claro”, le dijo Tinita Gómez quitándose las gafas para ponerlas sobre la mesa del comedor. “Que vengo de Santuario”, respondió la muchacha arreglándose la bata de popelina. ¿Y por qué vino a San Rafael de los Vientos?, le preguntó. Ella le contestó que porque un tío suyo le había hablado de un pueblo alegre donde en las noches se oía lejano el sollozo de un alma en pena.
A Tinita Gómez le bastó con escuchar la palabra alma en pena para recordar los consejos que cuando era niña le daba su mamá: “Venga temprano. De noche, un alma en pena asusta en la calle”. Para ella, que acostumbraba decirles a las alumnas de la escuela que en el pueblo había un espanto que en las noches perseguía a las niñas, lo dicho por la muchacha era cierto. Entonces recordó que una noche, cuando en compañía de su hermanita menor iba para la casa después de visitar a la abuelita, que vivía por los lados de la galería, al cruzar la esquina donde quedaba el estanquillo de Pantaleón Serna vieron un hombre vestido con un hábito negro que, llorando, lanzaba llamas por la boca. “Es el alma en pena de que habla mamá”, dijo ella, y salieron corriendo para la casa, muertas de miedo.
Este cuento hace parte de “Historias de un pueblo encantado”, mi último libro publicado.
JOSÉ MIGUEL ALZATE
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