No es que estemos perdiendo la lucha contra la corrupción; es que estamos perdidos en la búsqueda de herramientas para castigar efectivamente a los corruptos. Seguimos convencidos de que la cárcel de barrotes y las piyamas a rayas son la mejor alternativa para disuadir a los potenciales ladrones de cuello blanco y castigar con dureza a quienes ya han consumado sus fechorías. Error. Ni siquiera en los diez países que hoy castigan los delitos contra la administración pública con pena de muerte hay evidencia cierta de que esa sanción –la más extrema que todavía se aplica en sistemas penales como los de China, Irán o Indonesia– haya logrado disminuir la corrupción de manera importante.
Tampoco hay estadísticas ciertas que demuestren que el aumento de penas haya incidido positivamente en los mejores índices de transparencia y buenas prácticas en los países donde conductas como el soborno tienen más de 10 años de sanción penal, tal y como escribía hace unos meses la doctora Marcela Anzola en el portal ‘Razón Pública’.
Por el contrario, el sentido común –que en Colombia a veces es el menos común de los sentidos– sugiere que si la plata es lo que mueve a un corrupto, quitarles esa plata y ponerlos a pagar con creces lo que se robaron resulta ser lo que más les duele a estos bandidos.
Paradójicamente, este es el frente menos cubierto por nuestros legisladores o por quienes diseñan políticas públicas en nuestro país. ¿En cuál de todos los proyectos –los hundidos y los que todavía sobreviven– hay escrito algún articulito que diga que ‘no se aplicará beneficio judicial alguno hasta que los recursos, producto de un delito contra el patrimonio público, sean reintegrados en su totalidad’? ¿O cuántas de esas iniciativas se enfocan en estrategias realistas para atacar a los testaferros de los corruptos y perseguir sus bienes de manera rápida?
Desde 2016 hasta la fecha, la Fiscalía ha imputado a cerca de 3.000 personas por conductas asociadas con la corrupción. Más de 4 billones de pesos de recursos públicos están comprometidos en estas prácticas y, cuando mejor nos va y logramos embargar algunos de los bienes que estaban en manos de los corruptos, toda esa plata se nos embolata en la lenta y no pocas veces cuestionable administración de la Sociedad de Activos Especiales (SAE) o en los todavía muy tortuosos procesos judiciales de extinción de dominio, que, no obstante las reformas, no han logrado volverse fáciles y expeditos de verdad.
Por otra parte, los juicios fiscales de la Contraloría son, lamentablemente, un saludo a la bandera. ¿O ustedes han visto que Samuel Moreno ya haya pagado su deuda con la nación por más de 174.000 millones de pesos? ¿O que Carlos Palacino, el expresidente de Saludcoop, se haya puesto al día con su condena fiscal por más de 1 billón de pesos? ¡Paja!
El Congreso no nos falló por haber dejado hundir la prohibición de la casa por cárcel para los corruptos, entre otras razones porque esa medida ya existía en las leyes 1474 o 1944 de 2018, que recientemente reformó el Código de Procedimiento Penal. Los legisladores, el Gobierno y los organismos de control, que agitaron de dientes para afuera la bandera anticorrupción, nos vienen fallando desde hace tiempo cuando, en vez de quedarse en el lugar común y la propuesta obvia, evitan concentrarse en el punto que más les duele a los corruptos: sus bolsillos.
La verdad es que ni los Nule, ni los Lyons ni los Moreno hubieran dejado de hacer lo que hicieron por la amenaza de cinco años de detención intramural. Con todo y eso, habrían vuelto a robar una y otra vez si al final del día se quedan con toda la plata que le quitaron al Estado, como en efecto se la han venido quedando. Es todo lo que les importa. Nada más.
JOSÉ MANUEL ACEVEDO M.