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El dilema del voto obligatorio

El principal dilema es que la mayor participación electoral implica menor calidad de la misma.

En todas las democracias existe un sesgo socioeconómico, educativo y etario en la participación electoral. Esto significa que el perfil del abstencionista promedio suele corresponder a una persona con bajo ingreso, poco educada y joven.
También está establecido que la variable institucional más eficaz y fácilmente manipulable para aumentar la participación electoral es el voto obligatorio (‘VO’ en lo sucesivo). Las democracias donde el ejercicio del sufragio es un deber registran una participación en promedio 11 puntos porcentuales superior a aquellas donde es solo un derecho (Blais, 2000).
El impacto del VO en la participación electoral varía en función de la intensidad de las sanciones previstas por el incumplimiento del deber de votar. Algunos países registran participaciones superiores al 80 % debido a sanciones que implican el pago de una multa, pero además acarrean restricciones de las libertades tan graves como la prohibición de ejercer funciones públicas (Argentina), contratar con el Estado y cobrar mesadas pensionales (Uruguay) o realizar trámites ante oficinas públicas (Perú). Por su parte, en otros países que como Costa Rica y Grecia proclaman la obligatoriedad del voto, pero sin aparejarle a su desconocimiento una consecuencia jurídica negativa, la participación no supera el 60 %.
Por estos días se discute en Colombia la posibilidad de experimentar con el VO en los próximos años y rebajar la edad para votar a los 16 años. Se trata de un debate importante, pero que conviene dar sin caer en la candidez de pensar que el VO es la panacea para la democracia, ni el catastrofismo de afirmar que sería su ruina.
La obligatoriedad del sufragio ofrecería algunas ventajas, pero también plantea dificultades que hay que considerar para poder diseñar un incentivo adecuado. La principal virtud del VO es que tendría un impacto inmediato en la reducción del abstencionismo, aumentando con ello la legitimidad democrática tanto del sistema político como de sus gobernantes.
Sin embargo, fuera de la evidente pérdida de libertad que la implementación del VO supone para los ciudadanos, el aumento de la participación que induce podría tener un costo alto en términos de su calidad. De ahí que Rosema (2007) afirme que el abstencionismo generalizado es una “bendición disfrazada” para la democracia, en la medida en que la voluntariedad del voto hace que participen personas con mayores ingresos y por lo tanto mejor educadas, así como electores mayores y en virtud de ello políticamente más maduros.
Más recientemente, Singh (2016) estableció empíricamente, en un análisis transnacional, que al movilizar a la fuerza votantes inexpertos, políticamente desinteresados y que ven los comicios como algo defectuoso o inútil, uno de los “efectos secundarios” del VO es volver las elecciones menos susceptibles de reflejar las preferencias de la población votante y hacerlas producir decisiones electorales menos significativas.
Por otra parte, no tiene mucho sentido obligar a votar a personas de 16 años cuando sabemos que la extrema juventud está asociada a un profundo desinterés por la política, sumado a la inexperiencia que implica estar apenas descubriendo el mundo adulto. En cualquier caso, hay que descartar de plano la posibilidad de bajar la edad para votar sin que sea obligatorio hacerlo, pues esto solo aumentaría la tasa de abstención porque la juventud es un predictor negativo de la participación electoral.
El principal dilema que plantea la implementación del VO es entonces entre mayor participación electoral y menor calidad de la misma. Por esta razón, antes de formar nuestra opinión al respecto deberíamos hacernos al menos tres preguntas:
1. ¿Cómo evitar que el VO, al movilizar especialmente a los segmentos sociales de menor ingreso, dispare la compra de votos?
2. ¿Es preferible que alrededor de la mitad del electorado no vote con tal de que quienes lo hagan estén movidos por un verdadero interés de expresar sus preferencias políticas, en lugar de por el mero miedo a sufrir una sanción?
3. O, por el contrario, como el abstencionismo afecta fundamentalmente a personas políticamente excluidas (pobres, poco educadas y jóvenes), ¿el VO podría ser una medida eficaz para incluirlas en el sistema político, aunque sea a la fuerza, y empezar a formar ciudadanos más activos y funcionales?
Dependiendo de las respuestas que les demos a estos interrogantes, podremos inclinarnos a apoyar o combatir el VO. Bienvenido sea el debate, pero racional e informado.
JOSÉ FERNANDO FLÓREZ
* Abogado y politólogo
Bibliografía mencionada:
-Blais, André, 2000. To Vote or Not toVote? The Merits and Limits of Rational Choice Theory, Pittsburgh, PA, University of Pittsburgh Press.
-Rosema, Martin, 2007. “Low turnout: Threat to democracy or blessing in disguise? Consequences of citizens’ varying tendencies to vote”, Electoral Studies 26: 612-623.
-Singh, Shane, 2016. “Elections as poorer reflections of preferences under compulsory voting”, Electoral Studies 44: 56-65.
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