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Ni frías ni calientes, tampoco eran bolas

Historias de la Copa América, esa anciana venerable de 105 años que luce espléndida.

Jorge Barraza
Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda; y hay cientos en la Copa América, esa venerable anciana de 105 años que luce espléndida siempre y ha sido pionera de tantos advenimientos futbolísticos.
Una de esos episodios recordables aconteció en 1975. Por primera vez la Copa dejó de jugarse en una sola sede, como había sido tradición desde 1916. Se pasó a jugar a partido y revancha en cada país y se conformaron tres grupos de tres equipos; el primero de cada uno pasaba a semifinales y allí se sumaba el último campeón. Esto redujo el interés, se perdía el encanto de reunir a todas las delegaciones durante un mes en un mismo sitio. Como paliativo, el hecho de que Argentina y Brasil integraran una misma zona garantizaba un clásico y confería cierto interés. Adicionalmente, uno quedaría eliminado, lo que daba mayores posibilidades de llegar a la final a las selecciones denominadas chicas. Fue lo que sucedió: definieron el título Perú y Colombia.
Hasta 1967, la asociación que albergaba el torneo asumía todos los gastos e iba a pura pérdida. Por eso nadie pedía organizarla. No estaba desarrollada la televisación de los partidos, que comenzó en 1987; tampoco el mercadeo. El único ingreso era el de las taquillas de los partidos y, desde luego, un Uruguay-Argentina o un Argentina-Brasil despertaban expectativa, pero luego había choques menos relevantes. Buen ejemplo es esa edición de 1967 en Uruguay, una copa gris, con escasísimo público y poca repercusión. Dos detalles ilustran la apatía en aquella contienda: uno, en la penúltima fecha se disputó una anodina jornada doble; los cuatro protagonistas saltaron al campo ya sin chance de alcanzar el primero o segundo puesto; Chile empató 0-0 con Bolivia y Paraguay venció 5-3 a Venezuela. Se vendieron apenas 343 entradas, la cifra más baja de la historia para un torneo continental de selecciones mayores. No jugaba la Celeste, fue un día de calor insoportable, en fecha laborable y a las cinco de la tarde. Al desprevenido que pasaba cerca del Centenario lo metían para adentro. El otro: ya avanzado el torneo, los dirigentes de la Conmebol se percataron de que faltaba el trofeo. La delegación de Bolivia (anterior campeón) había olvidado traerlo y ya era demasiado tarde. El resultado fue que no se entregó. Uruguay, vencedor de Argentina en la final, dio la vuelta olímpica, pero sin poder ofrendarle a su gente la preciada obra de orfebrería.
Desde ese 1967 la Copa entró en un cono de sombras y casi desaparece. Por ocho años no se disputó. Para salvarla, se resolvió ese nuevo formato de grupos y jugando cada uno en su país a partido de ida y vuelta. No pegó en el gusto del aficionado, pero sirvió para mantener viva la competencia. Y volvió en ese 1975.
En firme campaña, Colombia había alcanzó por primera vez la final luego de tumbar sucesivamente a Ecuador, Paraguay y Uruguay. El Caimán Sánchez había conformado un equipo importante, con Pedro Zape, Willington Ortiz, Diego Umaña, Jairo Arboleda, Víctor Campaz, Ernesto Díaz (goleador de esa copa). Ganó y esperó al vencedor de la otra llave: en Belo Horizonte, Perú dio un sartenazo batiendo a Brasil 3 a 1. Era un Perú bravo, el de Meléndez, Chumpitaz, Cubillas, Oblitas, Cachito Ramírez… Muchos buenos. Aquella de los peruanos no fue una generación, fue una civilización. No era tanto lo que ganaban sino lo que jugaban. Una delicia. Pero Brasil es Brasil siempre: fue a Lima y se impuso 2 a 0. Quedaron igualados en todo. El reglamento tenía un vacío, no hablaba de alargue ni de penales. Debieron recurrir a un sorteo. Y empezó una novela. Los directivos locales empezaron a hacer tiempo, buscaban pergeñar la forma de asegurarse la final. Era una oportunidad imperdible de alcanzar el título. La bolilla debía favorecerlo sí o sí. Pero el delegado brasileño se puso firme: “Hacemos el sorteo ahora o nunca, nosotros viajamos esta misma noche”. En el ínterin empezó a hablarse de bolas frías y calientes, la clásica picardía criolla. Había que poner una bola en el refrigerador urgente. Esa debía contener la palabra Perú y quien la sacara del copón debía estar instruido.
La tensión se cortaba con tijera. Para mejor, el sorteo iba a realizarse en Perú, el presidente de la Conmebol era un peruano –Teófilo Salinas– y no tuvo mejor idea que apelar a su hija Verónica, una adolescente, para extraer el nombre ganador. Y fue Perú, no más. Pero en fútbol siempre hay más bocas sucias que suciedad: no hubo trampas. Y menos bolas frías ni calientes. Se usó un viejo trofeo como urna, se introdujeron dos papelitos y la niña sacó uno. El representante brasileño se retiró con gesto adusto, casi sin saludar, pero no pudo objetar el procedimiento.
En Bogotá, Colombia ganó el primer chico, en la Ciudad Virreinal se tomó desquite Perú 2 a 0 y hubo que ir a un desempate en Caracas, una capital que, hasta ese año, jamás había hospedado un partido de Copa América. Los directivos incaicos entendían que necesitaban un plus para garantizar la corona: ese valor agregado era Hugo Sotil, quien en ese momento brillaba en el FC Barcelona formando una dupla letal con Johan Cruyff. Pero entonces los clubes no estaban obligados por la Fifa, como ahora, a ceder sus jugadores a las selecciones. Y no los daban. Por ello el Cholo no disputó ningún encuentro para su equipo nacional en ese torneo. En los seis días que mediaron entre el segundo cotejo y el tercero, la Federación Peruana movió tierra y aire, le pidió a Sotil que ayudara presionando al presidente del Barça para que le permitieran venir y jugar. Todo era que no y no, hasta que al final el jugador lo consiguió: pidió sólo 72 horas de permiso, tomaría un vuelo directo a Caracas, jugaría y retornaría urgente para estar a disposición del club el fin de semana siguiente. Lo autorizaron. El Cholo llegó a Maiquetía como una estrella de Hollywood, lukeado a la europea, con un traje cruzado a rayas, anteojos oscuros y sonrisa de un millón de dólares. Y cumplió como una estrella: desensilló, entró al campo, anotó el único gol de la noche, besó el trofeo y se volvió a Barcelona. En el único partido que jugó en su vida por la Copa América.
JORGE BARRAZA
Jorge Barraza
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