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Argentina, a mano con su historia

Una final casi sin fútbol, pero atrapante, un voltaje irrespirable; eso también tiene su belleza.

Jorge Barraza
Vacas, pampa y fútbol. Tango y fútbol. Mate y fútbol. Música, letras y fútbol. Café, amigos y fútbol. Es difícil explicar cómo un país puede ser tan apasionado por un juego. Es como un líquido denso que impregna toda la vida argentina. No hay indiferentes para esto. Si un candidato a presidente se presentara en sociedad y afirmara no ser hincha de ningún club, obtendría el cero por ciento de los votos. Es algo intolerable para el resto de los argentinos. Sería sospechado de no terrícola. Ningún político se atrevería a declararse ateo en esta religión nacional.
Le preguntaron al magnífico escritor y periodista británico John Carlin de dónde provenía su fanatismo por el fútbol: “Pasé mi infancia en la Argentina –respondió–; si no me aficionaba al fútbol, no hubiera podido jugar con ningún chico. Y me hice hincha de Excursionistas, el club de mi barrio”. Lo entiendo: era obligatorio. Solo en Buenos Aires y su área metropolitana hay 61 estadios, desde los de River y Boca hasta el de Fénix. Son templos donde se profesa la fe por los colores, donde se rinde un culto a la fidelidad. Los ingleses lo inventaron y los brasileños lo sublimaron, pero acá está la capital de la pasión.
En esta patria futbolera, donde nació la Copa América en 1916, veintiocho años sin ganarla es indigerible, absolutamente insoportable. Comemos fútbol, y nadie aguanta tanto tiempo sin ese alimento espiritual que es el éxito. Hay que traerla de vuelta, es la consigna ciudadana.
“Ganamos porque ganamos”… “Vamos que los pisamos”… “¡Qué Neymar ni Neymar!“… “Hay que hundirlos en el Maracaná”… Las proclamas tribuneras son tan infundadas y exageradas como deliciosas. Y falsas. Todos sabemos que los brasileños son muy buenos, superiores a nosotros. Y Scaloni y sus muchachos lo saben mejor que nadie. ¿Cómo pararlos durante noventa minutos si te atacan todo el tiempo…? ¿Qué hacer con Neymar…?
Final de Copa América en el coloso de Río de Janeiro: Brasil-Argentina. Una cita de ensueño, el clásico mundial atrapando al planeta fútbol y dándole resonancia a una copa que, puesta en paralelo con la Eurocopa, pareció menor, chiquita, de entrecasa. Pero esas camisetas están cargadas de gloria y realzan cualquier competición. Y quienes tengan dudas que vayan saliendo: son la cuna de Pelé, Garrincha y Ronaldo frente a la de Di Stéfano, Maradona y Messi.
Ellos, los que mejor juegan; nosotros, los más fanáticos. Es una batalla, Argentina-Brasil siempre lo es; viene de las finales de 1937 y 1946, en las que se dieron muy duro y se gestó la rivalidad. Y fue una refriega nomás, sin muertos, pero con maltrechos. Hubo unas gotitas de fútbol, lo demás fue todo fricción y nervios; pero así suelen ser estos duelos. Brasil empezó con mal pie y no se pudo enderezar más. Antes del minuto 3, Fred le entró con plancha fuerte a Montiel, recibió tarjeta y ya perdió influencia porque es un jugador físico y debió cuidarse. Y el doble 5 de Brasil –Fred y Casemiro–, importantísimo en el sistema de Tite, quedó desarticulado porque el técnico no quiso arriesgar y lo sacó al final del primer tiempo. Y a los 21 llegó el gol, que sería de la victoria y del título, el único sorbo de juego que entregó el partido. De Paul hizo un preciso pase de treinta metros en profundidad a Di María, falló Renán Lodi al intentar interceptarlo (falla de esas que te cuestan no ser convocado más) y el puntero argentino, en plena carrera, la acomodó con el taco y definió de emboquillada. Bonito gol. Di María, tantas veces cascoteado (por este cronista, sobre todo), hizo el gol de su vida y se redimió de sus miles de centros tirados a la estratósfera. Y fue indultado para siempre, porque esta no será una copa más para los argentinos. Se evocará por décadas.
Uno a cero. La bolsa ya estaba, restaba escapar de allí con vida. Pero faltarían 75 minutos, demasiados para refugiarse a aguantar atrás las embestidas de las tropas brasileñas. Nadie resiste una balacera de ellos. Argentina presionó lo más arriba que pudo, encimó hasta tocar al adversario, marcó con fiereza y jugó al límite físico, llegó a la frontera misma del reglamento, aunque sin cruzarla nunca. No lo dejó armar en ningún momento a Brasil, al punto de que casi no tuvo situaciones de gol, más allá de dos remates de Richarlison y Gabigol, conjurados en gran forma por su arrojado arquero Emiliano Martínez.
Brasil buscó, esperó, ya llegaría su momento, pensó, pero los minutos fueron pasando y el salvavidas que esperaba no arribó nunca. Siempre estuvo incómodo en el juego, sencillamente porque no hubo juego. No le dejaron hacer tres toques seguidos. En ese complicado contexto de músculo y sudor, vale rescatar la grandeza de Neymar; quería ganar, puso toda su alma y su clase al servicio de la causa. No se le dio porque enfrente había gente muy decidida. Y a medida que avanzaba el reloj, más feroz era la determinación de los albicelestes. Es algo típico del futbolista rioplatense: cuando ve cerca el objetivo, ya no quiere perder, se tornan lobos. “Prefiero jugar contra Alemania, Inglaterra, Holanda o Italia, y no contra Uruguay o Argentina”, me decía convencido Ricardo Teixeira, el presidente más exitoso de la CBF. No le faltaba razón. Contra estos se les complica más. Los rioplatenses no les piden autógrafos. Les juegan con sangre, a muerte. Brasil se batió como un león también pese a no estar tan habituado a esa salsa del combate. Y saludó al final, desde Tite hasta el último de sus soldados. Unos caballeros extraordinarios. La hermandad de Neymar y Messi es una pintura bellísima; finalizada la contienda, se abrazaron con cariño verdadero. La hidalguía también merece un título.
Conociendo la entretela de la dirigencia, es seguro que hubo una reunión del comando argentino con el presidente de la Conmebol para decirle basta. Basta de arbitrajes inclinados, porque Brasil siempre ha sido el mejor, pero también fue históricamente el 'establishment'. Cuando João Havelange llegó a la Fifa en 1974, entre sus primeras medidas estaba poner la comisión de árbitros y la de finanzas en manos brasileñas. Quien controla el silbato y la moneda decide todo en fútbol. Brasil llegaba con una larga lista de fallos favorables ante Argentina. El uruguayo Esteban Ostojich tuvo una actuación casi perfecta. Solo un reproche: permitió que el arquero argentino hiciera tiempo en exceso. Llegó a tener el balón en sus manos hasta 23 segundos tras una atajada, cuando el tope es de 6. Eso se arreglaba poniéndole amarilla de entrada. O dando diez minutos de añadido en lugar de cinco. Fuera de eso, todo en regla, todo legal.
Fue una final casi sin fútbol, pero atrapante por la tensión excepcional, el voltaje irrespirable que contuvo; eso también tiene su belleza. El fútbol le pagó una deuda a Messi, probablemente el jugador que más espectáculo ha dado en la historia de este deporte: 17 años deleitando con una regularidad y generosidad sin par. Le faltaba lo que buscó tanto: un título con su selección mayor. Quedaron a mano.
Costó años y amarguras, golpes y desencantos, pero ahí está, Argentina campeón. Con hombría, inteligencia y aguante. Nunca dejó de buscarlo, jamás huyó del favoritismo. Es hora de festejar.
JORGE BARRAZA
Jorge Barraza
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