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¡Es la coca, estúpido!

Urge una cumbre entre Duque y Santos para superar visiones contrapuestas que hacen daño.

Como lección de estrategia, compromiso y visión política, el reciente libro de Santos, ‘La batalla por la paz’, es aleccionador. Todo lo contrario de la soberbia y vanidad, léase liviandad del expresidente Pastrana, de la que da cuenta el mismo Santos, como cuando rememora que la agenda de aquel en el Caguán era casi una fotocopia de la plataforma guerrillera.
De tal magnitud son los muchos y variados análisis en los que no faltan algunos pasajes ampulosos, como sus analogías churchilianas. Escrito sin la suficiente retrospectiva histórica, apenas natural en un texto que da cuenta de un gobierno y una conquista todavía recientes, revela por lo tanto la gran confianza que tiene el expresidente en su proceso de paz y en la transparencia con que fue negociado, incluidas sus grandes virtudes, que las tiene, y su gran defecto.
Me refiero al tema de las drogas. Y es muy triste, porque no solo puede dar al traste con el éxito de la paz, sino que, en lo personal, uno termina por solidarizarse con el avezado estratega que tuvo pantalones para ejercer como presidente, que sufrió en consecuencia una implacable oposición, pero que, a pesar de la nómina de lujo de asesores internacionales, hizo un diagnóstico indulgente del problema de las drogas.
Y es que Santos optó por atribuirle un sustento ideológico a las Farc y reconocer un conflicto armado, aunque acepta que “sin el dinero del narcotráfico las Farc hubieran sido derrotadas […] mucho antes…” y que ellas mismas decían que “el acuerdo agrario les podía servir […] para
salvar la cara”. Ergo, habían extraviado cualquier plataforma programática y, más aún, ideológica, y entonces la negociación de paz era tardía; lo dije hace algunos años. Es como si el gobierno español se hubiera dado a la tarea de negociar con ETA en el 2010.
Se justificaba, en la medida en que sirviera para contrarrestar los cultivos ilícitos, pero fue un punto torpemente negociado en La Habana, además de la ingenuidad en suponer que la guerrilla tendría capacidad de sacar a los campesinos del negocio de la droga. Lo que hicieron durante años fue chantajear al Estado, a través de los cocaleros, y ahora frente a su incumplimiento esconden la cabeza como los avestruces.
Pero antes que enmendar, el expresidente Santos prefirió en su libro, de nuevo, el tono indulgente frente a las drogas, como casi todo el país, cuando dice que “toda demanda crea oferta”, una falacia que nos hace un daño insospechado. Como dice mi buen amigo Francisco Thoumi, hay países que eran exportadores de coca a comienzos del siglo XX, cuando era legal, como Indonesia, Malasia, el sur de India o Taiwán, y ahora no lo hacen.
Por eso, la conclusión que me queda del libro es que es urgentísima una cumbre entre Santos y Duque, así se oponga su jefe Uribe, para superar visiones contrapuestas frente a las drogas que hacen inmenso daño. Les interesa, a Santos porque su gran obra puede terminar sepultada en breve, y a Duque porque anda enredado y necesita de unidad para emprender una exitosa lucha contra las drogas. Ello incluye reemplazar la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos, condenada al fracaso, por un amplio programa de obras públicas que generen empleo en zonas cocaleras, al estilo keinesiano, y que la Corte Constitucional, en un acto patriótico, permita la aspersión aérea con glifosato, porque, parodiando la frase de Santos “Es la paz, estúpido”, hay que decir que ‘Es la coca, estúpido’.
JOHN MARIO GONZÁLEZ
En Twitter: @johnmario
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