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Un cuento de Navidad

Grégory siempre recuerda esa imagen de los tres en el parque, cada uno orgulloso y sonriente.

Jairo Hernán Ortega
Grégory nunca olvida el olor a pólvora que reinaba en la ciudad cuando el sol empezaba a calentar las calles de su barrio bogotano, al iniciar el día, cada 25 de diciembre después de la Nochebuena.
Por esa época, en las urbes y en el campo se usaba el milenario y peligroso invento chino, de manera indiscriminada, como estruendoso complemento de los jolgorios navideños. El muchacho de 9 años se entusiasmaba saliendo a la calle de su cuadra para aspirar el aroma que dejaban impregnado en el ambiente los volcanes, buscaniguas, totes, marranitos, luces de Bengala, triquitraques y voladores.
Sin embargo, también lo movía la curiosidad de poder escudriñar los juguetes que sus amiguitos vecinos habían recibido de parte del Niño Dios la noche del 24. Ese año en especial, Grégory, su hermana Gloria, la mayor, y su hermano Gabriel, el menor, le habían escrito, cada uno, la carta al infante Jesús, haciéndole una sola petición: una bicicleta para la mayor, un triciclo para el menor y una bicicleta para él.
Esa Nochebuena, Emma, la madre de los tres, a pesar de un fuerte dolor de espalda que la aquejaba, por su oficio de lavandera en una casa de familia ubicada al norte de la ciudad, preparó la cena que nunca faltaba, según recordaba Grégory, al menos en los años que llevaba de existencia, donde la sazón costeña de su madre se lucía al preparar una imbatible sopa de guandú, acompañada de arroz de coco, el cual servían en platos de barro cocido, herencia de la fallecida abuela Pola, agregándoles una porción de sardinas de lata y unas lonjas de platanito en tentación, el cual se esmeraba esta doble ama de casa en preparar cociéndolo a fuego lento bañándolo en Kola Román.
Al travieso Gabriel le encantaba que su mamá esparciera el jugo de las sardinas en todo su plato hasta que nada quedara en la lata, casi que se lo imploraba con sus penetrantes y vivarachos ojos negros. Grégory y Gloria se batían por repetir los dulces platanitos.
Gloria le ayudaba a Emma en la repartición de las vituallas. Lo hacía con esmero y agrado, exhibiendo su blanca y completa sonrisa mientras ondeaba una nutrida cabellera lacia y azabache que le llegaba hasta la cintura. Grégory insistía en que el postre lo colocaran de una vez en el centro de la mesa, sabía que, desde hacía cinco años, tiempo que llevaba su mamá trabajando con la familia Castillo y Rada, nunca faltaría esta parte del menú porque era uno de los aguinaldos con que dicha familia premiaba en Navidad a sus empleados, ya que eran los dueños de la Panadería y Pastelería Cyrano. Los ojos color miel del chico casi que se derretían esperando que sacarán el postre del canasto con moños de campanas y guirnaldas donde acostumbraban empacarlo.
Un radio transistor de pilas emitía la música de aquellos diciembres. Esa noche, como muchas otras, el padre estaba ausente ya que cumplía su turno de vigilante en una bodega molinera denominada La Perla, ubicada al frente de la Escuela República de Venezuela, donde estudiaban los niños. Un poco antes de la medianoche, Emma y sus hijos rezaron agradeciendo a Dios lo que tenían y en especial estar allí unidos con la esperanza de ver a Jacobo, el padre, a primera hora del día siguiente.
El chamizo que coronaba el pesebre, del cual guindaban algunas bolitas de cristal multicolor, se tambaleaba cada vez que la familia entonaba los villancicos de la novena y hacía tronar la pandereta, las castañuelas y la matraca que los niños percutían sin contemplación, sin melodía y sin ritmo, pero con inmensa alegría. El musgo y los quiches del pesebre emitían un aroma de frescura que impregnaba el ambiente de la habitación que servía como dormitorio, comedor y cocina; un resquebrajado espejo, dispuesto sobre el musgo, hacía las veces de lago donde se ubicaban varios paticos de pasta, uno que otro con las alas rotas; el papel de aluminio de los cigarrillos que consumía Jacobo sirvió para conformar un riachuelo que desembocaba en el lago. El resto del pesebre y las figuras colocadas en él constituían un caos ordenado según la creatividad y estado de ánimo de cada miembro de la familia.
Los niños estaban muy contentos esa noche y entre ellos cuchicheaban sobre la carta al Niño Dios y la esperanza de que se hicieran realidad sus ilusiones. Después de la medianoche aparecerían los regalos porque ellos se habían comportado muy bien durante todo el año y en la escuela las calificaciones habían sido las mejores. Antes de las doce de la noche, Gabriel estaba dormido, Grégory cabeceaba sentado en flor de loto frente al pesebre y Gloria abrazaba a Emma; las dos luchaban contra el sueño.
Jacobo, a las 7:45 de la mañana los encontró a todos dormidos, profundos. Apenas cerró la metálica puerta se despertó Grégory, emocionado de ver a su padre, quien se quitaba la bufanda y la ruana. El grito del niño despertó a todos y Jacobo empezó a desearles feliz navidad dándoles besos en la mejilla y en la frente; Gloria reía sin parar, pues los pelos del bigote del padre le hacían cosquillas.
Los niños siempre esperaban a que llegara el papá para abrir los regalos. Al rasgar los paquetes encontraron mudas de ropa nueva, nunca en Navidad les faltaba ese regalo. Gloria, Grégory y Gabriel imitaban ponerse la ropa; zapatos Grulla, medias, ropa interior, pantalones para los muchachos, falda plisada para la niña, suéteres de lana y camisas a cuadros. Los pequeñines trataban de descubrir si las bicicletas y el triciclo que habían pedido al Niño Dios aparecían en algún rincón. Emma, con su ropa nueva en las manos, cruzaba miradas con Jacobo, quien destapaba su regalo. Él le hizo una seña mostrando el bolsillo de la chaqueta de su uniforme. Emma sonrió tímida y arregló su cabellera con ambas manos.
Grégory se puso toda la moda de ropa nueva, de los pies a la cabeza, y salió a la calle a respirar el aroma que la pólvora quemada la noche anterior había dejado por toda la ciudad. Miraba a los amigos de su calle, unos en patines, otros en patineta, muchos con carritos de latas relucientes, algunos pateando balones de cuero con hexágonos negros y blancos, niñas con muñecas de brazos y dos, solo dos, montados en bicicletas. Muchos de ellos, al saludar a Grégory, ponderaban sus ropas nuevecitas. El chico, de peluqueada americana, recorría con sus ojos los trayectos de quienes iban en las bicicletas.
En esas andaba cuando escuchó el grito de Gloria llamándolo, diciéndole que Emma y Jacobo lo necesitaban. Volvió a pensar en las peticiones escritas en la carta. Al entrar a la casa encontró a Gabriel, Gloria y Emma con los nuevos trajes puestos. Jacobo les dijo que la madre los llevaría a un lugar sorpresa; él se quedaría para descansar de la trasnochada de su turno, llevaba 24 horas de servicio. Todos lamentaron que no los acompañara, pero con amor le desearon que descansara y se despidieron dándole besos en las mejillas, tratando de evitar las picaduras del poblado bigote. Gloria volvió a sonreír.
Por las calles, los tres seguían a Emma como los paticos que siguen a la pata. Montaron en el trolley que los conduciría al parque del barrio Olaya, solo Emma sabía el destino. Los chicos, durante el trayecto, le insistían para que les contara la sorpresa. Al arribar al sitio los niños salieron corriendo a montar en los columpios, la rueda, los balancines, el rodadero y otros artefactos mecánicos de fácil acceso; Emma no se cansaba de gritarles que tuvieran cuidado y no ensuciaran la ropa nueva. La madre, con dificultad, volvió a reunir a los chiquillos y los llevó a una parte empinada, coronada por una meseta.
Grégory siempre recuerda esa imagen de los tres en el parque, cada uno orgulloso y sonriente; la mayor sobre una bicicleta y los menores en triciclos de grandes ruedas. Esa felicidad nunca se le escapó de la razón, en ese momento de sus vidas no eran propios esos velocípedos, sus padres no tenían forma de comprarlos. Emma había optado por llevarlos a ese modesto parque del sur de la ciudad, porque allí los alquilaban; Jacobo le había dado el dinero.
Una telescópica fotografía refleja la dicha que les brindó el hecho de sentirse dueños, durante hora y media, de los infantiles aparatos que, con la acción del pedaleo, les hicieron sentir que volaban tratando de alcanzar las nubes.
JAIRO HERNÁN ORTEGA ORTEGA, M. D.
Jairo Hernán Ortega
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