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¿Paz territorial?

Los retos del conflicto deben ser asumidos por los próximos gobiernos.

Jaime Castro
Como siempre hemos tenido más territorio que Estado, los actores ilegales del conflicto y formas múltiples de delincuencia común sentaron sus reales en las tierras de nadie (no man’s land) en las que el Estado no ha logrado ejercer su autoridad ni asegurar la prestación de los servicios por los que debe responder. Ese abandono territorial, acompañado de desamparo social, sirvió de campo propicio para los desarrollos del conflicto.
Superar esas dos graves situaciones, lo advirtió Sergio Jaramillo, consejero presidencial y negociador del Acuerdo Final, exige que “la paz eche raíz y se instale en las regiones”, “construir institucionalidad en el territorio”, contar con “el liderazgo de alcaldes y gobernadores, que será fundamental” y cambiar el modelo que tenemos para llevar el Estado a la provincia apartada porque “se quedó sin aire”. Pero tan claro diagnóstico no coincide con las decisiones del Gobierno y el Congreso, tal vez porque en este caso también pasa lo que Moisés Wasserman anota para el ejercicio de otros destinos públicos: “Uno debe tener claro a dónde quiere llegar, idealmente, y hasta dónde puede”. Olvidaron que la paz territorial ofrecida por las instancias oficiales requiere, por lo menos, que el Estado asuma el control real de los territorios que estuvieron en poder de las Farc y que la administración de esos territorios sea producto de la vigencia plena de transparente institucionalidad democrática. Nada de ello está ocurriendo, infortunadamente.
Durante décadas, las Farc fueron ‘autoridad única’ en los territorios que sometieron a sus dictámenes. Repetidamente se dijo que, gracias al proceso de paz, el Estado los ocuparía y ejercería en ellos sus atribuciones, particularmente la relacionada con la seguridad individual y colectiva de sus habitantes, pero lo que se sabe es que el control de dichos territorios lo disputan, en cruenta lucha, disidentes de las Farc, Eln, ‘bacrim’, ‘clan del Golfo’ y minería ilegal, porque no hubo estrategia que llenara el vacío que dejaron los antiguos rebeldes en espacios que, además, son rutas del narcotráfico.
Como se trata de regiones afectadas por el conflicto que viven condiciones lamentables de pobreza y hasta de miseria, el Gobierno seleccionó los 170 municipios más necesitados y urgidos, por ejemplo, por la presencia de cultivos ilícitos y otras economías ilegítimas, y anunció para ellos 16 Planes Decenales de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). La ejecución de tales planes, que todavía no se sabe cuánto cuestan ni cómo se financiarán, queda condicionada, en buena medida, a la eficaz gestión de municipios y departamentos, que, en esas regiones, son la única presencia del Estado, porque para estos efectos no cuenta actividad de los ministerios u otras autoridades nacionales. Poco o nada se puede esperar de la gestión de administraciones municipales y departamentales que tienen como “obstáculos enormes la corrupción, el clientelismo y las redes de los intereses del crimen organizado” (Sergio Jaramillo). Esta situación solo se puede remediar cambiando las gastadas y manoseadas reglas de juego vigentes para acceder al poder a nivel regional y local, para ejercerlo y para controlarlo, pero no usaron el fast track ni las facultades de la ley habilitante para hacerlo por razón elemental: como situaciones comparables se viven en el resto del país y de ellas se beneficia la clase política con asiento en el Congreso, el Gobierno no promueve iniciativas contrarias a los intereses político-electorales de senadores y representantes, porque pierde las mayorías que lo respaldan en las cámaras.
Los retos del conflicto deben ser asumidos por los próximos gobiernos. Sin embargo, ninguno de los aspirantes presidenciales ha dicho cómo manejaría los dos aquí resumidos.
Jaime Castro
jcastro@cable.net.co
Jaime Castro
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