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La independencia: entre dos narrativas (i)

Dos narrativas públicas han pretendido explicar, sin lograrlo, la importancia de ese 1819.

La columna bicentenaria ha dado un giro a Historias en público. Nuestros textos se extenderán a la reflexión conjunta sobre las complejas experiencias humanas en el tiempo, la la comprensión crítica de nuestro presente y el fomento decidido de la imaginación histórica.
En el calendario nacional, el año de 1819 figura como un hito fundacional, el momento en que, según José Manuel Restrepo, su más insigne historiador, se manifestó “el patriotismo más activo y desinteresado de los pueblos y los ciudadanos” durante las guerras de la independencia. Sin duda, 1819 estuvo marcado por una seguidilla de actos que exaltó el entusiasmo de los patriotas republicanos: en enero, Francisco de Paula Santander reorganizaba las tropas patriotas en Casanare, mientras que José Antonio Páez consolidaba su dominio del Apure; en febrero, el Congreso constituyente se instaló en la ciudad de Angostura, con el antioqueño Francisco Antonio Zea como su presidente y connotados patriotas como diputados; en junio y julio, el ejército libertador cruzó los Andes; poco después ocurrieron los dramáticos sucesos del Pantano de Vargas y la contundente victoria de Boyacá; en agosto entraron Simón Bolívar, Carlos Soublette, José Antonio Anzoátegui y Francisco de Paula Santander a Bogotá y fueron acogidos con entusiasmo desbordado; y, en diciembre de ese año, el Congreso proclamó la ley fundamental, que daba vida a la República de Colombia y unificaba el Virreinato de la Nueva Granada y la Capitanía General de Venezuela. En el momento de mayor euforia, impresos locales, como el Boletín del Ejército Libertador de Nueva Granada, proclamaron que “el año 19 será el término de la guerra, que con tanto horror de la humanidad nos hace la España”.
Doscientos años después circulan dos versiones diferentes sobre la importancia de ese 1819 y, en general, del periodo de la independencia (1810-1826). La primera, recogida muy tempranamente por el mismo Restrepo, insiste en que lo ocurrido entonces fue el resultado del actuar de “una pequeña parte de (la población, la de) más ilustración, la que tenía alguna riqueza y bastante influjo”. La independencia no había sido un hecho popular porque, como decía el mismo Restrepo en su 'Historia de la revolución', “los cuatro quintos de la población se componían de hombres ignorantes que no sabían leer…; absolutamente ignoraban el significado de las voces independencia y libertad, creyendo como artículo de fe que la autoridad de los reyes venía del cielo”. El selecto grupo de ilustrados —hombres, blancos y patricios— lideró la ruptura con España con la certeza de “que el resto seguiría sus pasos, luego que
estallase el movimiento revolucionario”. Y si bien ese 1819 estuvo marcado por una adhesión general a la causa republicana, lo cierto es que el proyecto político que nacía estaba condenado por la supuesta incapacidad de los pueblos rústicos de esta América meridional para asumir las responsabilidades políticas que la libertad suponía. Este relato, que se fue espesando con el tiempo y retomando una y otra vez, anunciaba el largo tiempo de las desgracias, de arar en el mar, como había señalado Bolívar en su lecho de muerte, del infructuoso gobierno de un país sin ciudadanos que parecía condenado a la pobreza, al retraso y a la inestabilidad política.
Para mediados del siglo XX aparece otra narrativa de la independencia, con signo político contrario, pero igualmente problemática. Esta versión señala que en realidad nada cambió en 1819, por lo menos no para la gran mayoría de los colombianos. Las guerras de las independencias habrían ocurrido porque los criollos (o blancos nacidos en América) aspiraban a ocupar los puestos que los europeos hasta entonces habían detentado y deseaban hacerse prósperos con las riquezas locales, como hasta entonces lo habían hecho los europeos a costa de los criollos. Las poderosas élites americanas miraban al “pueblo bajo”, como ya lo había señalado José Acevedo y Gómez, el famoso Tribuno del Pueblo de 1810, como un “instrumento que nosotros manejamos en bien y provecho de la causa de la libertad”. A excepción de uno que otro líder de la independencia —Antonio Nariño, Simón Bolívar, tal vez José María Córdoba—, los demás miembros de las élites americanas manipularon al pueblo, dice esta versión de la independencia, como lo manipulan ahora; el sistema republicano fue y ha sido una falsa promesa de libertad que logró instituir mecanismos duraderos de exclusión y desprecio.
Al comparar estas dos narrativas resulta sorprendente constatar que, a pesar de sus evidentes diferencias, son espejo una de la otra. En ambas, el protagonismo de la historia se lo lleva el patriciado local: en la primera porque el pueblo, en su infinita ignorancia, permanece incapaz; en la otra porque los poderosos, en su infinita capacidad de manipulación, mantienen al pueblo al margen de la historia. Lo inusitado es que estas narrativas —como lo constata el programa oficial de actividades conmemorativas del bicentenario— aún mantienen vigencia en el espacio público. Y esto ocurre, además, de espaldas a la renovación que ha ocurrido en los últimos años en la historia social y política del país. En efecto, investigaciones contemporáneas han insistido en la participación de los sectores populares, su adhesión calculada e inteligente a las causas que mejor servían sus intereses, la incapacidad de las élites locales de controlarlos y la inexistencia de un proyecto nacional —no por disensos mezquinos, sino porque simplemente la nación, en ese momento de nuestra historia, no existía—.
Dos narrativas públicas han pretendido explicar —sin lograrlo— la importancia de ese 1819. La independencia ha terminado siendo un estruendo hueco, sin carne, sin pueblo. Simples desfiles, efemérides, discursos fáciles. Tal vez sea la ocasión de ensayar otra narrativa. Una que mire más allá de la fecha rutilante y recupere del olvido las promesas bicentenarias con las que se inauguraron el vasto y complejo proceso que hoy llamamos independencia. Después de todo, esas promesas siguen siendo nuestro horizonte.
Francisco A. Ortega
Profesor de la Universidad Nacional de Colombia.
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