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Relevo en la Procuraduría

Elegir Procurador General de la Nación no es un episodio banal dentro de las disputas políticas.

Cuando la Constitución de 1853 creó el destino de Procurador General, le encargó “llevar ante la Corte Suprema la voz de la República”. Ese postulado introdujo en el derecho nacional el concepto de Ministerio Público como función cuyo instrumento activo se ocupa de la mediación entre la sociedad y el Estado en cuanto aparato del poder.
Una de las audacias características de esa Constitución fue disponer la elección popular del encargado de la nueva misión. Para su estreno fue escogido Don Florentino González, una de las más encumbradas personalidades políticas de nuestro primer siglo.
Desde entonces, el largo futuro de la institución ha visto acceder a ese destino personalidades de la mayor prestancia, aunque, claro está, no todos participan de la misma cimera condición.
El compatriota que se apresta a dejar el cargo forma parte, con decoro y mérito, de la ilustre galería, en cuyo punto más alto brilló el inolvidable doctor Aramburu, y el oprobio, hasta donde mi recuerdo alcanza, solo tuvo lugar en el triste episodio cumplido por la nominación que hizo el Consejo de Estado, ante un Senado connivente, de un candidato a cuyo nombre es justo aplicar la pena romana de la damnatio memoriae.
La Constitución pionera y la elección popular desaparecieron pronto, pero la institución en sí permaneció en el ordenamiento político como un elemento indispensable de su arquitectura. En el siglo y medio transcurrido desde entonces hasta 1991 experimentó una intensa evolución que conservó, pulió y enriqueció su bagaje funcional hasta imprimirle un perfil propio, que no se repite en ninguna otra parte.
Entre el Procurador General y la Procuraduría General de la Nación discurrió un proceso creativo que acumuló en esa singular figura la tarea original de Ministerio Público, la de titular del poder disciplinario de todo el universo de función pública, y el rol de protectora de los Derechos Humanos.
Tómese conciencia de la majestad de esta construcción que tiene a su cargo la representación de la sociedad ante el Poder Judicial en guarda de la integridad del sistema jurídico y el interés común, la tutela de la moralidad y eficiencia de la administración del Estado y la protección de nuestras libertades. ¿Puede concebirse una institución más egregia?
Es bueno recordárselo a los protagonistas del poder y a los ciudadanos, porque la rutina de nuestro debate público parece haber embotado la conciencia de ideales que todos a una depositamos en nuestras instituciones. Elegir Procurador General de la Nación no es un episodio banal dentro de las disputas políticas, pese a que el encanallamiento de la conciencia civil de las mayorías nacionales pastoreadas por la dirigencia tenga su peor manifestación en la incuria e indolencia con que se asiste a los procesos de renovación en órganos como este.
Todos debemos reaccionar contra ese mortal abandono de nuestra responsabilidad de ciudadanos. En el evento concreto que se avecina, una actitud racional exigiría que pusiéramos en contraste la dimensión de la Procuraduría, según la diseña la Constitución, con la trayectoria personal, preparación y méritos de quienes aspiran a reemplazar al doctor Carrillo: es elemental que su estatura civil y su prestancia sean proporcionales a la magnitud de la dignidad a que aspiran y a las exigencias de la múltiple tarea que le compete.
De mi lado, inicié esa labor con los nombres que 'Semana' divulgó en un número reciente. Salvo por la presencia allí de un exconsejero de Estado de límpida trayectoria y de un exministro reciente, calificado por sus ejecutorias, la lista induce al más abrumador desánimo: que entre el diablo y escoja.
Y eso que la revista omitió la peor opción, la de verdad.
Hernando Yepes Arcila
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