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Emboscada en la Corte

La crisis actual es la misma que ya demostró su nocividad cuando empezó a ser visible hace 10 años.

El hecho muy positivo de la elección de Fiscal por la Honorable Corte Suprema que, realizándola, restituyó un órgano superior de la organización del Estado a la normalidad de su funcionamiento no disimula la realidad de que nuestro mayor problema institucional sigue siendo la crisis que padece la cabeza de la jurisdicción común desde hace por lo menos una década.
En efecto: el último episodio electoral desnudó la intimidad de la Sala Plena, exhibiéndola como el escenario de la pugna, las presiones y los trapicheos de muy diversos agentes externos, entre ellos buena parte de los poderes oficiales, de todos los extraoficiales, de los expoderes, de lobistas de oficio y hasta de noveles influencers. Tanto si el influjo sobre la Corte que dicen tener es real como si no, la interferencia de esos agentes es profundamente insana. La independencia de la Corte, que es el valor constitucional que legitima sus actividades, queda severamente comprometida, y de su dignidad, fundamento de la convicción ciudadana de ser ella la materialización de la majestad de la justicia, queda poco.
El país padece de mala memoria. La crisis actual es la misma que ya demostró su nocividad cuando empezó a ser visible hace diez años. Recuérdese que entonces se produjo paulatinamente, como ahora, una acumulación de vacantes en la Corte Suprema, acompañada de una guerra por las dignidades de ese año. El desencuentro acerca de la viabilidad de un candidato para la Sala Laboral determinó en 2010 que la obstinación de sus partidarios paralizara la provisión de cinco vacantes: a la Sala Plena se le hizo saber que, de no ser acogido el candidato tachado por importantes razones, no se permitiría el cumplimiento de la función electoral con respecto a ningún otro. La precariedad del quorum decisorio sobrepotenció la fuerza obstructiva de los recalcitrantes, y al larguísimo impase solo pudo ponerse fin con una fórmula más dañina aun que el problema mismo. Ciertamente las vacantes fueron cubiertas, pero al precio de abrir camino a la toma sucesiva del control de la Corte por lo que en su momento llamamos la “camarilla”, y, ulteriormente, a sus funestas ejecutorias.
No se requiere profunda elucubración para percibir la perversidad de la fórmula de otrora, consistente en que cada una de las dos fracciones en que se polarizaron los electores escogiera autónomamente la mitad de los nuevos titulares, a los que la otra fracción adheriría en una votación puramente formal que haría aparecer como decisión unánime lo que en cada caso era solo el dictado unilateral de un grupo.
Ahora se intenta repetir esa aberración. Impúdicamente, la Sala Penal ofrece a la Plena destrabar los procesos electorales si todos los demás magistrados acogen los tres candidatos escogidos por la Sala proponente para su propia cooptación. En trueque, los autores de la propuesta acogerían sin discernimiento ni discusión alguna los que cada una de las otras salas autónomamente indique para llenar sus respectivos vacíos. Una farsa tal es incompatible con el dinamismo legítimo de una elección colegiada en un órgano de la naturaleza de la Corte.
No se impacienten los pragmáticos pensando que lo dicho son abstracciones y especulaciones teóricas sin alcance real, pues no hay emboscada que no aceche una presa. En este caso, la propuesta indecente se encamina a violentar la repulsa de la mayoría a uno de los tres candidatos de la Sala Penal cuya trayectoria profesional lo identifica como el rastro genético del magistrado de más triste y vergonzosa huella en la historia de la Corte, a quien acompañó en la condición de magistrado auxiliar durante todo su ejercicio. Se tiene por cierto que solo el empaquetamiento hermético podría doblegar la resistencia de quienes lo objetan, además de todo, por saber que su elección sería inconstitucional dado que la edad le impediría servir el periodo de un integrante de esta. Cualquiera entiende que si el periodo que la Constitución discierne a los partícipes de la alta Corporación es de ocho años, no puede ser elegido para ese destino alguien que llegará a la edad de retiro forzoso dentro de dos años o menos.
Una elección tal, sin duda, sería un fraude a la Constitución.
No pueden los magistrados de la mayoría que hasta ahora han detenido el exabrupto caer en la emboscada. Ni es dable a los magistrados de la Sala Penal mantenerla.
Hernando Yepes Arcila
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