Molano, el sociólogo mochilero de buen vivir, se nos vino con una versión sobre los orígenes del M-19, por decir lo menos, bastante alejada de lo que se conoce en investigaciones históricas y sociológicas bien documentadas, y además califica su existencia de “ni chicha ni limoná”. El M-19 hizo lo que le correspondió hacer en la guerra y, sin dudar, también abandonó la vida bélica cuando el camino se agotó, inaugurando un ciclo de paces negociadas, aunque le disguste a Molano, que se cierra con la firma del final de la guerra con las Farc, un poco más de un cuarto de siglo después.
Por supuesto, no voy a despotricar contra el profesionalismo y el rigor con el que usualmente el sociólogo desentraña hechos de la Colombia profunda. Ni más faltaba. Pero lo considero un desacierto, puesto que hice parte de la historia que, sin mayor rigor, en dos o tres párrafos pretende deslegitimar en su escrito cuando busca responder algunas críticas que le hacen a la paz, por una parte, unos exguerrilleros incorporados a las filas del uribismo y, por otro lado, el progresismo a través de la mirada que ha expresado Gustavo Petro.
‘La paz chiquita’ de la que habla Petro y compartimos los progresistas respecto al proceso con las Farc, para información del sociólogo, hace referencia a la condición impuesta por el establecimiento, a diferencia del pacto de los años 90 con el M-19 que se expandió a un escenario constituyente, bastante recortada y circunscrita casi que a un protocolo de desarme y anuncios de reformas hoy embolatadas en los resultados del plebiscito y en un Congreso mayoritariamente dominado por la política entrelazada con poderes mafiosos y corruptos. Esa paz chiquita ‒que a pesar de las distancias de sus alcances y el manejo excluyente del presidente Santos, jamás hemos dudado en apoyar y alentar‒, mientras no se demuestre lo contrario, seguramente no logrará detener la ola de asesinatos de líderes defensores de los derechos humanos que se ha desatado, algo que pareciera ser un preámbulo macabro con los que se inauguran los ciclos de la violencia en Colombia y que el sociólogo Molano ha estudiado con rigor.
Además, el sociólogo, por desinformación o cálculo político, intenta asimilar a los excombatientes militantes del uribismo (sin hablar de otros que andan por los caminos de las iglesias pregonando catecismos homofóbicos) con los que transitamos por el paradigma colectivo del progresismo, aunque somos nosotros quienes promovemos una agenda distante de las agendas de la izquierda fósil, tal cual como lo aprendimos del talante de Jaime Bateman, fundador del M-19. Molano describe a Bateman como una especie de mandadero de Jacobo Arenas para desarrollar la guerra urbana de las Farc, intentando minimizar la dimensión histórica de Bateman Cayón.
El M-19, en su momento, desbarató los esquemas de una guerrilla petrificada, impuso una dinámica en la confrontación político-militar y, desde allí, conquistó el espacio como el precursor de los caminos de la paz negociada (de la mano de Bateman, ‘el profeta de la paz’), visión materializada por Carlos Pizarro y que, a pesar de los incumplimientos del Estado, seguimos honrando con nuestra participación en la Asamblea Nacional Constituyente y en la agenda Humana desarrollada por Petro desde la alcaldía de Bogotá, enfrentando a los poderes mafiosos con los cuales el sociólogo dice que nos amangualamos. Así pues, el M-19 que hizo la paz, sin equívocos, no es el M-19 de Molano. Las malquerencias contra Petro son entendibles: provienen, me cuentan, de un idólatra de la matanza de toros, prohibidas por el exalcalde.
Héctor Pineda
* Constituyente de 1991
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