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El Palacio de Justicia y el agotamiento de la lucha armada

Pizarro reflexionó sobre la responsabilidad y las consecuencias históricas de una toma improcedente.

Héctor Pineda
‘Pompo Jacquin’, como lo llamábamos sus amigos, había decidido renunciar a la cátedra de Derecho Constitucional en la Universidad Libre de Barranquilla y a unas clases en la jornada nocturna del Sena, para enrolarse en la guerrilla del M-19.
Esa madrugada de agosto, en mi oficina en Cervecería Águila, timbró el teléfono. Al otro lado de la línea el vozarrón inconfundible de Jacquin, atropelladamente, me hizo la petición de llevarle a la ciudad de Cali dinero y ropa, como lo dijo, porque se había despelotado en la toma del municipio de Yumbo. En horas de la tarde, tomé un avión que me llevó a Cali. Me encaminé a un sitio ubicado en la rotonda hacia Juanchito, en el hotel La Luna. Allí esperaba Jacquin, bajo el nombre de Aldo, vestido de camuflado y, en un rincón de la habitación, el arma de guerra.
En la media noche, en tono confidente, mientras exhalaba el humo de un cigarrillo, me confesó que se había entrenado en el arte de la guerra, como artillero, y que habían incursionado en Yumbo en protesta por el asesinato del médico Carlos Toledo Plata. Luego relató los pormenores del encuentro del presidente Belisario Betancur con Iván Marino (comandante del M-19), Álvaro Fayad y Andrés Almarales, en algún lugar de Madrid, España, encaminado a concretar un acuerdo para un “diálogo nacional”.
Conocer de primera mano el secreto de la que sería la noticia más importante de ese año (1984), debo confesarlo, despertó el dormido interés en la política. Hablamos de la importancia de la paz en una perspectiva territorial regional, y, en el amanecer del otro día, me pidió que buscara a los integrantes de la organización guerrillera en el Caribe para que propusieran iniciar los diálogos por Barranquilla. Me despedí y tomé el vuelo de retorno. Busqué los contactos de los integrantes del M-19 y les relaté el encuentro con Aldo, el mismo profesor de Constitucionalismo Alfonso Jacquin Gutiérrez.
Por esos días, el M-19 realizó la retención de Iván Romero Mendoza (el ‘Pibe’), jefe del directorio del Partido Liberal, para enviar una carta a Fuad Char Abdala, entonces nombrado gobernador. El mandatario respondió a la epístola declarando que iniciaría los diálogos con el M-19. Así pues, disfrazado de ‘Federico Pinillos’, esa mañana me presenté en la gobernación. Charlé largo rato con el gobernador y se acordó realizar la convocatoria al diálogo y brindar todas las garantías. Esa mañana presenté renuncia a la empresa cervecera.

Jacquin tuvo la ocurrencia de hacerle una “demanda armada” al presidente por incumplir el acuerdo de paz. Para justificar la propuesta, dijo que los magistrados eran la reserva moral del país

En medio del entusiasmo (como tituló Laura Restrepo), los atentados (Navarro perdió una pierna), los desaparecidos y los asesinatos, finalmente, se agotó el proceso con el gobierno de Belisario. Corría el mes de julio de 1985. El 24 de ese mes, clandestinos, nos encontramos con Jacquin para celebrar el cumpleaños de Fayad, en un apartamento ubicado en La Macarena, en Bogotá. Al igual que aquella noche en Cali, repasamos anécdotas sobre el proceso y, tal cual como lo había propuesto en el pasado el líder liberal Rafael Uribe Uribe, durante la hegemonía conservadora, Jacquin tuvo la ocurrencia de hacerle una “demanda armada” (juicio) al presidente Belisario por incumplir el acuerdo de paz, en pleno Palacio de Justicia. Para justificar la propuesta dijo que los magistrados eran la reserva moral del país que levantaba la voz para juzgar a los militares implicados en violaciones de los derechos humanos.
Viajé hasta la parte alta del municipio de Florida, vereda de Granates, en el Valle del Cauca, para entregarle una nota a Carlos Pizarro en la que Álvaro Fayad, en códigos preestablecidos, le explicaba la decisión de demandar a mano armada al presidente Belisario. En ese momento entendí, en toda su dimensión, la simulación del diálogo para copar el escenario de la política e inundarlo con el escalonamiento bélico.
El encuentro con Pizarro se realizó en El Palmar, un cruce de caminos en lo más alto de la cordillera Central. A mediados del mes de septiembre llegó Jacquin al campamento. Hablamos sobre las inquietudes que había expresado Pizarro con respecto a la viabilidad política y éxito militar del proyecto. El espacio internacional estaba copado por el Gobierno (Grupo de Contadora) y se habían debilitado las relaciones con otras guerrillas del continente para la ayuda logística y de armas, a fin de contar con la capacidad de fuego para contener al ejército en un escenario urbano.
Política y militarmente, según Pizarro, estas circunstancias hacían prever un resultado adverso. “A diferencia de la Embajada ‒le escuché decir‒, el éxito de la operación depende de la capacidad para defender el Palacio de Justicia, como se hace la defensa de posiciones, y preservar la vida de los magistrados”. El argumento político-militar de Pizarro no tuvo eco. La ‘operación Antonio Nariño por los derechos del hombre’ inició su recorrido de fatalidad.

El extra, con tono de alarma, se recibió de la voz del periodista Juan Gossaín, que narraba la noticia sobre la toma del Palacio de Justicia por un comando armado del M-19.

El grupo operativo, por tratarse de una ‘demanda armada’, estaría integrado por abogados. “La conciencia jurídica del M-19”, anotó Jacquin. Me correspondió permanecer en la fuerza militar rural encargado de la “corresponsalía de guerra”, para la recién creada agencia de prensa Oiga Hermano. Finalizaba agosto de 1985.
Un mes antes de la operación, en la recepción de los soldados capturados en el cañón de La Virgen, una periodista de la revista ‘Cromos’, alarmada, indagó sobre la noticia publicada en EL TIEMPO, según la cual fuentes militares revelaban la desarticulación de una posible toma por parte del M-19 del Palacio de Justicia. Jamás, supongo, se pensó que la filtración de la noticia era parte de la trampa final de una devastadora operación contrainsurgente de aniquilamiento, sin importar costos, “defendiendo la democracia”, como dijo el oficial que comandó la contratoma, en plena plaza de Bolívar.
Me encontraba ranchando y monitoreando las noticias de la mañana. El extra, con tono de alarma, se recibió de la voz del periodista Juan Gossaín, que narraba la noticia sobre la toma del Palacio de Justicia por un comando armado del M-19. Transmití la información radial a la comandancia y, según las instrucciones del plan, me encaminé a la parte alta de la montaña para instalar la central de comunicaciones desde donde se realizaría el enlace con el grupo del Palacio y se haría el monitoreo de medios sobre la operación. Todo falló.
Las comunicaciones, interferidas por voces esporádicas de radioaficionados, no permitían conocer a ciencia cierta el desenvolvimiento de los acontecimientos. Fayad, en ese punto de la montaña, deambulaba en silencio, fumando. Al día siguiente, en un televisor portátil, en blanco y negro, captamos las imágenes de la tanqueta ingresando al recinto de la Justicia y se vio el disparo de cañón abriendo un boquete en la fachada del edificio. Fayad acaricio su bigote de filósofo, ordenó mantener el monitoreo y tomó la trocha montaña abajo. Dicen que llevaba en sus espaldas la carga del morral de la operación fallida.
No hubo reclamos. Carlos Pizarro reflexionó sobre la responsabilidad y las consecuencias históricas, políticas y militares de una toma improcedente. Las responsabilidades judiciales serían objeto del perdón jurídico, derivado del proceso de paz, cuatro años después. La imprevisión, la falta de sensibilidad para leer los signos de las circunstancias políticas y militares del contexto doméstico e internacional, la fuga de información, el despelote en la toma, la trampa ‘ratonera’ a la que fue conducido el M-19, la contratoma incendiaria de las Fuerzas Armadas, el desoído clamor de “alto el fuego” del magistrado Reyes Echandía, las desapariciones y muertes fuera de combate (aún no se conoce el paradero Alfonso Jacquin), sumados a los sucesos que se desencadenarían después, como la masacre de Tacueyó, fueron las primeras señales ciertas de la deshumanización y del agotamiento de la lucha armada. Como lo afirma Darío Villamizar en su libro, “se empezó a cerrar el ciclo de la violencia”. El M-19, finalmente, en 1990, firmó la paz.
HÉCTOR PINEDA
* Constituyente de 1991
Héctor Pineda
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