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¡Arde Bogotá!

Ojalá esto nunca suceda. Estamos a tiempo de evitarlo.

Héctor Pineda
El ulular de la sirena, desesperada, aullaba incesante clamando por encontrar un resquicio y abrirse paso en la avenida central atestada de vehículos expeliendo gases por los mofles ruidosos, casi detenidos. El sol de mediodía, en aquella urbe esparramada en la planicie rodeada de montañas y paramos, calentaba de manera inusual; zigzagueando, entre frenazos y sonidos de campana, vocifera palabras soeces y se imagina conduciendo una máquina de bomberos de celuloide, trepada en cuatro zancos rodantes, avanzando por sobre los carros atrancados en la vía, como una megamáquina humanoide, con poderes destructores, semejante a las tiras cómicas de las series animadas de la televisión.
La alarma se había recibido por las líneas telefónicas habilitadas, hacia el mediodía, anunciando que se había iniciado una conflagración de enormes proporciones en los bosques resecos de las montañas orientales. La furia de las llamas, como lenguas infernales, se podían observar desde los cuatro puntos cardinales, elevadas hasta lo alto de un cielo sin nubes. A las sirenas de los bomberos se les sumaban las alarmas de las ambulancias del sistema de salud, alertadas por las informaciones de que el fuego había empezado a meterse por las puertas destartaladas de casas humildes, devorando paredes de desechos.
Los primeros quemados empezaron a reportarse; se hablaba de cientos de víctimas y se especulaba con la noticia, sin confirmar, de varios centenares de desaparecidos en medio del humo espeso con olores clericales de aceite de eucaliptos hirviendo. La parálisis empezó a sentirse en la sofocación y el caos vehicular. Varios helicópteros militares, como libélulas metálicas, se desplazaban vaciando baldados de agua inútiles que se consumían antes de tocar la cresta de la candela…
Días antes, en las páginas de las secciones especializadas sobre los asuntos ambientales, había trascendido un anuncio del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) —encargado de evaluar el estado de los conocimientos científicos, técnicos y socioeconómicos sobre el fenómeno planetario—, en el cual urgía “cambios de gran alcance y sin precedentes en todos los aspectos de la sociedad para limitar el calentamiento global a 1,5 ºC en lugar de 2 ºC como se estableció en el Acuerdo de París, para evitar una serie de graves impactos del cambio climático para personas y ecosistemas”.
Adicionalmente, diarios calificados como ‘The Economist’, ‘New Scientist’ y ‘The Guardian’ no ocultan el escepticismo al afirmar que “estamos perdiendo la batalla contra el calentamiento global” o, como dice otro, “debemos prepararnos para sobrevivir en un nuevo escenario”, y, palabras más palabras menos, reclaman por la falta de voluntad política para tomar las decisiones que hagan reversible la fiebre planetaria y evitar el apocalipsis mundial. Hasta donde llegan mis informaciones, en el momento en que escribo estas líneas, las alarmas han sido recibidas con sordina en los escenarios de toma de decisiones en la política y los asuntos de la economía en el mundo entero. Otros temas ocupan la atención.
De igual manera, al estropicio de alarmas internacionales, también se adicionan las advertencias de instituciones domésticas, encargadas de hacer seguimiento sobre los efectos del cambio climático (Ideam), las cuales, entre otras, han dicho que “los territorios más afectados por el cambio climático serían la zona andina (Bogotá), impactando de manera grave sus recursos hídricos para el abastecimiento de los humanos y los alimentos. En otras palabras, Bogotá moriría de sed y de hambre. Como dije, las advertencias no tienen notoriedad.
Así pues, la metáfora pirómana con la que se inicia el escrito, como aquel conocido incendio durante el reinado del emperador megalómano, con un alcalde de iguales ínfulas, no es extraño que suceda. Como Roma, entonces, se escuche el grito de ¡arde Bogotá! Ojalá nunca suceda. Estamos a tiempo de evitarlo.
HÉCTOR PINEDA
Héctor Pineda
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