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Nadie quiere que lo bailen

Lo que pasa en Chile es un campanazo. Un llamado de atención que no puede desestimarse.

Jorge González compuso El baile de los que sobran pensando que era apenas otra queja sonora de las muchas que pariría junto a Miguel Tapia y Claudio Narea. Primero llamándose Los Vinchukas, tocando en escenarios escolares, y después ya como Los Prisioneros, una de las bandas chilenas fundamentales del rock de los ochenta.
Quienes no la conocían se acercaron a ella esta semana, cuando cientos de miles de chilenos (considerados alienígenas por la primera dama) la corearon en las calles. González garrapateó las letras en un cuaderno escolar y condensó allí uno de los problemas que lo mortificaban: la imposibilidad de superar el embudo que conectaba a su colegio con la universidad.
La canción relata el drama de los muchachos que se estrellan contra la realidad: los colegios públicos parecen no ser suficiente aval para acceder a la educación superior. “Nos dijeron cuando chicos: jueguen a estudiar, los hombres son hermanos y juntos deben trabajar”, dicen las letras. “Y no fue tan verdad, porque esos juegos, al final, terminaron para otros con laureles y futuro, y dejaron a mis amigos pateando piedras”.

Nuestros dirigentes atienden más a un hashtag que a una marcha

González no acabó pateando piedras en la calle: pudo dedicarse a la música y eludió la oscuridad de su futuro. Suerte diferente corrieron muchos de sus contemporáneos, para quienes el milagro económico de Pinochet no pasó de ser una frase de cajón. Chile no es un país: es un ejemplo. La muestra de que la cacareada prosperidad solo tiene tal carácter cuando todo el mundo la disfruta.
Un buen amigo sostiene que Colombia no tiene nada que envidiarles a naciones muy avanzadas. Como ellas, tenemos salud, educación, infraestructura, seguridad social y autoridad. El problema es la cobertura: a unos minutos de Puerto López, Meta, usted no consigue un policía si lo amenaza la delincuencia, las consultas con médicos especialistas hace rato pasaron el límite de los tres meses, la gente de escasos recursos no puede aspirar a que sus hijos entren a una universidad. Y así.
¿Cómo explicarle a un extranjero que tenemos departamentos más grandes que Dinamarca, Austria o Bélgica en los que el pavimento es tan preciado como el oro?
Recuerdo una crónica de Jorge Enrique Meléndez, publicada en este diario hace un lustro, en la que se describía el drama de llevar un vehículo a Guainía. Decía el periodista que Guainía “más bien parece una isla nacional, pero en tierra firme”. En tres cuartas partes del país, trocha es como se llama a lo que debería ser una carretera
.
Por eso, la gente sale a protestar. Nadie va a las calles para hacer un excitante alto en su vida de comodidad y oportunidades. Marchan porque tienen necesidades y quieren llamar la atención de quienes toman las decisiones. Triste: nuestros dirigentes atienden más a un hash-tag que a una marcha.
El vandalismo no puede ser tolerado. La destrucción de bienes públicos y privados es inadmisible. De acuerdo. Pero la protesta, desligada de esos episodios oscuros y protegida por la Constitución, es una de las maneras que tiene el ciudadano de manifestar que no quiere que lo inviten al baile de los que sobran.
Para el 21 de noviembre está previsto un paro nacional que, a estas alturas y con el ejemplo de agitación en el vecindario regional, cualquier gobernante debería atender con genuino interés. Pasaron las elecciones; es hora de las decisiones.
* * * *
Grima. El cuerpo momificado de Isabel Rivera fue encontrado en el baño de su apartamento, en Madrid. Llevaba quince años muerta. De la cuenta bancaria a la que llegaba su pensión, debitaban automáticamente el pago de sus facturas y servicios, así que no sospecharon que le hubiera pasado algo. Mientras pagues tus obligaciones, puedes morirte tranquilo: si funciona tu cuenta, nadie se va a dar cuenta.
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