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Evolucionando a propósito

Los avances marchan a un ritmo desaforado que, en el área de la genética, se vuelven asustadores.

Años atrás leí en alguna parte que el ‘Homo sapiens’ era la única especie con capacidad de evolucionar a propósito. Por tal facultad, decía la nota, el hombre había podido habitar u ocupar por períodos largos todas las latitudes y todas las altitudes del planeta, ajustando características físicas como el color de la piel, la estatura o la densidad capilar, en la medida que los cambios favorecieran su supervivencia. Como no logré recordar el autor o la fuente de tal aseveración, pregunté al doctor Google. Su silencio puso en tela de juicio la confiabilidad de mi memoria.
Los extraordinarios desarrollos recientes de la tecnología de información (en el territorio de la inteligencia artificial) y de la biotecnología (en la manipulación del código genético) señalan que la posibilidad de la evolución dirigida es ahora real y quizás inevitable. En un término más de años que de décadas se materializarán desarrollos científicos que hoy exceden la imaginación y cuyos impactos individuales y sociales son impredecibles.
La velocidad del progreso científico aumenta con el volumen de lo que ya se sabe. Los avances actuales marchan a un ritmo tan desaforado que, en el área de la genética, se están volviendo asustadores, cuando no amenazadores. Y el ritmo se está acelerando.
Repasemos brevemente la cronología de la ciencia. Transcurrieron unos diez milenios desde el comienzo de la era agrícola hasta la aparición de Aristóteles, el primer científico de la historia. (Quienes están en desacuerdo con esta nominación sostienen que algunos de sus cálculos, como su estimativo del diámetro de la Tierra, fueron imprecisos).
Tuvieron que pasar dos milenios más para que existiera Isaac Newton y desarrollara sus hoy superelementales ecuaciones de la atracción gravitacional entre todos los cuerpos. Desde la publicación de sus leyes del movimiento hasta la postulación de la teoría especial de la relatividad por Albert Einstein corrieron apenas un poco más de dos siglos. El primer computador, que decodificó los mensajes nazis en la Segunda Guerra Mundial, salvando así millares de vidas, gracias a la genialidad del matemático inglés Alan Turing, se construyó en los años cuarenta, tan solo cuatro décadas después de enunciada la relatividad.
El nuevo y extraordinario invento, a medida que se disparaban tanto su velocidad de procesamiento como su capacidad para manejar volúmenes gigantescos de información, apresuró todos los desarrollos que demandaran cálculos complejos o gigantescas bases de datos. Ya en el siglo XXI nos acostumbramos a una noticia científica asombrosa cada semana… Solo que hoy la mayoría de ellas ya ni siquiera nos asombran.
La genética, una ciencia que comenzó a finales del siglo XIX, progresó con cierta lentitud y, medio desapercibida en sus inicios, pasó a primer plano cuando en el 2003 se completó el Proyecto Genoma Humano, que determinó la secuencia de los pares de las bases que conforman nuestro ADN.
Entrando a la última década, la biotecnología es un área amplia que involucra a la biología y a la genética, entre otras disciplinas, para desarrollar o elaborar productos biológicos. Y es su alianza, casi espontánea, con la tecnología de información la que engendró el poder para modificar el código genético humano y transformar así las habilidades y los talentos de la especie, capacidad esta que eventualmente hará realidad la evolución a propósito del ‘Homo sapiens’.
Ahora comprendo que los cambios en el color de la piel, en la estatura o en la cantidad de vellos, mencionados al comienzo de la nota, son adaptaciones biológicas y no evoluciones genéticas. El genoma de los esquimales de las regiones árticas y el de los bantúes del África Central son esencialmente similares.
Sea en el desarrollo de bebés que se convertirán en superhombres o en la creación de una nueva especie de ‘Homo’, este resultado, casi que inexorable, comenzará una nueva era en la historia. Aunque los asombrosos desarrollos tecnológicos estarán concentrados en algunas pocas regiones (Estados Unidos, China, Japón, algunos países de Europa occidental…), su efecto será global. Posiblemente, las diferencias sociales y económicas entre naciones serán mucho mayores que las actuales.
¿Podrá la humanidad, como un todo, asimilar el impacto o al menos entender la realidad de un ‘Homo’ diferente? Confiemos en que esta pregunta ha de tener una respuesta, así sea parcial, antes de que una nueva especie superdotada sea la que gobierne el planeta.
GUSTAVO ESTRADA
Autor de ‘Hacia el Buda desde Occidente’
En Twitter: @gustrada1
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