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La guerra que no declaramos

La guerra contra las drogas en Colombia debería pensarse como un elemento subsidiario de otra guerra

Cuando se habla de las guerra contra las drogas en Colombia hay un sentimiento de que fue una guerra impuesta desde afuera a partir de una decisión radical de un presidente de Estados Unidos.
No obstante, creer que la desgracia vino desde afuera solo sirve como mecanismo de autoindulgencia y, si se quiere, como placebo para sentirse como víctima pura. La historia muestra que la reacción del Estado y la sociedad colombiana ante la presión de embarcarse en la guerra contra las drogas no fue pasiva. La élite dirigente fue reacia, hasta donde pudo, a dejarse arrastrar a esta pelea. Mientras Estados Unidos presionaba a los gobiernos colombianos para que llevaran operaciones ofensivas contra el narcotráfico, la dirigencia eludía el compromiso e insistía que la guerra contra la insurgencia era lo prioritario. Rechazaba vehementemente las acusaciones de corrupción y de violaciones de derechos humanos. Así lo documenta el libro Conexión Colombia, de Eduardo Saénz Rovner.
Había buenos motivos, además de la violencia propia de toda guerra, para evadir el compromiso que exigía Estados Unidos. Muchos sectores informales y aislados de los mercados se integraban a la economía global con los excedentes del narcotráfico. Del mismo modo, se beneficiaban muchos sectores legales que contribuían con el lavado o que simplemente sacaban provecho del crecimiento del consumo interno ante la avalancha de nuevos dólares. La clase política estuvo en primera línea. Desde mediados de los setenta había preocupación en Estados Unidos porque el narco ya había llegado a financiar todo tipo de campañas políticas, incluyendo las de elecciones presidenciales.

La realidad es que Colombia demoró mucho para declarar la guerra contra las drogas y fue más bien la droga la
que le declaró la guerra al Estado.

La realidad es que Colombia demoró mucho para declarar la guerra contra las drogas y fue más bien la droga la que, en un momento dado, le declaró la guerra al Estado colombiano. El primer golpe de realidad con la violencia que iba a traer el narcotráfico la tuvo Colombia con el asesinato del ministro Lara Bonilla. De hecho, no fue el único. A mediados de los ochenta estaba claro que las guerrillas iban a tener una oportunidad de acumulación de recursos única con el narcotráfico para escalar la guerra.
Entonces un sector influyente del Estado colombiano decidió que, ante la amenaza de Escobar y las guerrillas, eran tolerables las alianzas con narcotraficantes para combatirlos. Ahora se sabe con certeza que el cartel de Cali y los Pepes fueron decisivos para dar de baja a Escobar, que el cartel de Cali financió la campaña de un presidente y que una parte importante de la clase política y el Estado encontraron en las Auc de Castaño una alternativa muy conveniente para revertir el avance de las Farc y el Eln.
Podría interpretarse la posición de la dirigencia colombiana como cínica, pero en el fondo, y más allá de toda corrupción, respondió a una lógica pragmática. La declaratoria de guerra de Nixon fue irrelevante ante al hecho de que la cocaína, por ser criminalizada, se convirtió en una mercancía muy valiosa en los mercados mundiales, capaz de financiar la expansión de grupos armados irregulares en estados con falencias institucionales en muchas zonas de su territorio.
La decisión del Estado fue racional al poner por encima de la guerra contra las drogas la guerra contra guerrillas, carteles y ejércitos privados que desafiaban su autoridad. Los propios Estados Unidos cayeron en cuenta durante el Plan Colombia de que si no neutralizaban a las Farc era demasiado complicado erradicar los cultivos de coca. Por eso, cuando se habla en Colombia de la guerra contra las drogas debería pensarse más bien como un elemento subsidiario de otra guerra, la del Estado por imponer su autoridad y sus instituciones a lo largo del territorio nacional, una guerra que definitivamente no nos fue impuesta desde afuera.
Gustavo Duncan
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