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No estamos obligados a vivir con un perro

Es mejor esperar a que las turbulencias de nuestra existencia se calmen, para que un perro llegue.

Es cierto que, como especie humana, llevamos casi quince mil años conviviendo con perros, pero eso no nos obliga a que tengamos que vincular un can a nuestras vidas. A la larga, no todas las personas son buenos tenedores de perros y dentro del imaginario colectivo puede caber una vida sin ellos.
Sin importar su raza, sexo, tamaño o procedencia, un perro vive en promedio diez años. Casi que toda la vida escolar y más que la gran mayoría de matrimonios modernos. Es decir, una buena fracción de nuestra propia expectativa de vida. Desde que es un cachorro, y luego de hacerse adulto y llegar a ser senil, un perro requiere tiempo, paciencia, dedicación y un presupuesto mensual que en ocasiones puede excederse. Salidas al parque cuando el clima no ayuda, idas al veterinario cuando el bolsillo es estrecho, actividad cuando se procura quietud.
En diferentes medios de comunicación y redes sociales se sugiere adoptar perros. Influenciadores animan a incorporar un peludo a la vida familiar y el mercado mismo invita a disfrutar del privilegio de su presencia. En esta vida moderna se ha vuelto una tendencia la vida acompañada por un perro, no en vano una de cada cinco familias convive con uno. Pero casi nunca se hace énfasis en las responsabilidades que debe asumir el tenedor, más cuando vivimos en una sociedad cambiante y en un mundo, como se quiera, desafiante.
Recuerdo que hace años dejé el país para estudiar una maestría. Todo estaba organizado para mi viaje, pero en los días previos me percaté de que mi bullmastiff, esa que dormía en mi habitación todas las noches, no podía irse en mi equipaje por dos años, que a larga se convirtieron en tres. Para no truncar mis sueños y para fortuna mía y de Shimai, la perra quedó a cargo de mis padres. No era su responsabilidad, era la mía. Debo ser honesto: no lo planeé bien desde un principio, la vinculé a mi vida sin proyectarme en el tiempo, sin asumir que mis aspiraciones personales no podrían ser truncadas. Fui un irresponsable, no cabe duda. Seguramente sufrió mi ausencia y también yo eché de menos su presencia. Por suerte, luego volví y nos encontramos de nuevo en búsqueda del tiempo perdido.
Que me voy de vacaciones, que se me acabó el dinero, que me casé, que me divorcié, que ahora tengo hijos, que me mudo de ciudad, que ya el peludo se hizo viejo, que donde vivo no aceptan perros, que ya no soy tan perruno como lo era antes, que me quiero comer el mundo a pedazos. Por diversas razones, como la que traigo a colación, miles de perros son abandonados por sus dueños para engrosar la población callejera a nivel mundial y terminar cayendo ante el inefable destino de los perros sin dueño. Enfermedades desgastantes, muertes traumáticas, rechazo social, derechos animales vulnerados, es la constante en estos casos.
Así las cosas, es preciso pensársela dos veces (y hasta tres) antes de vincular un perro a nuestra vida. Si vivimos en un frenesí constante o aún no echamos raíces o quizás no nos hallamos ni a nosotros mismos, es mejor esperar a que las turbulencias de nuestra existencia se calmen, para que un perro llegue (si es que ha de llegar) cuando sea prudente y oportuno.
Pero no cabe duda que, si hemos sopesado todo esto y estamos convencidos de que un perro acompañe nuestros pasos y llene nuestros días, preparémonos para privilegiarnos con su existencia. Debemos estar prestos para liberar el estrés al pasar suavemente nuestras manos por su lomo, para socializar con vecinos que han tomado la misma alternativa, para caminar sin rumbo fijo descubriendo nuevos territorios y para ganar salud con cada paso que damos mientras atesoramos en nuestra memoria momentos maravillosos compartidos al lado de nuestro peludo.
GUILLERMO RICO HERNÁNDEZ
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