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El fetiche del metro subterráneo

Sin Metro subterráneo no hay paraíso, según Petro.

Guillermo Perry
El grave problema de transporte en Bogotá hay que resolverlo con cabeza fría. Se trata de movilizar más ciudadanos en condiciones dignas, más rápido y a menor costo, con un impacto positivo sobre el desarrollo urbano y el medioambiente.
¿Cómo llegamos al actual proyecto de metro elevado? La Ley 310 de 1996 dispuso que hasta el 70 % de la inversión en cualquier sistema de transporte masivo lo paga la Nación. Ese detallito obligó al Gobierno Nacional a revisar los estudios de factibilidad del metro iniciados por Samuel Moreno y terminados por Petro. Para no enfrascarse en una discusión interminable, Nación y Distrito acordaron solicitar a la Financiera de Desarrollo Nacional (FDN) que sirviera de buen componedor. La FDN contrató expertos internacionales para realizar un proceso de “ingeniería de valor”, el cual arrojó 40 recomendaciones para reducir su costo, mejorar su eficiencia y aportar más a la movilidad de los bogotanos.
Petro rechazó la mitad de ellas, incluyendo las que aportarían mayores ahorros. Entre ellas, la de hacer elevado el primer tramo, entre Bosa y la NQS. Como Santos quería pasar a la historia como el presidente que le dio el metro a Bogotá, ordenó seguir adelante. Pero Petro no quiso, o no pudo, crear una empresa por acciones para manejar el proyecto, como exigía la ley. Pretendió ‘colgárselo’ primero a la EEB y luego a TransMilenio. Por ello se le acabó su mandato sin asegurar los recursos de la Nación ni los de crédito externo.
El equipo de Peñalosa solicitó analizar la alternativa de continuar el metro elevado hacia el norte por la Caracas, el corredor más sobrecargado de la ciudad. Esta ruta no se había considerado porque Moreno y Petro habían excluido de los estudios las avenidas con troncales de TransMilenio. Una vez más, Nación y Distrito confiaron a la FDN contratar el estudio correspondiente, que evaluó ocho alternativas, entre subterráneas, elevadas y mixtas. El resultado mostró que la mejor opción era el metro elevado. El DNP lo sometió a otra evaluación costo-beneficio por una consultora independiente. El proyecto pasó la prueba, el Conpes lo declaró de “importancia estratégica”, y el 70 % que aportará la Nación quedó asegurado.
Se procedió entonces a terminar su ingeniería básica, a conseguir su financiación con los bancos multilaterales y a iniciar el proceso de licitación en curso. El metro elevado se adjudicará en octubre próximo, a no ser que prospere alguna de las tres demandas por ilegalidad promovidas por el combo Petro-Morris o el Polo.
El metro elevado tendrá, por diseño, una capacidad similar de movilización de pasajeros a la que hubiera tenido el de Moreno y Petro: 36.000 por hora/sentido inicialmente y 72.000 después (vs. 80.000 del subterráneo), cuando se añadan más trenes y se extienda la primera línea. Pero, a diferencia de aquel, lo hará a un costo bastante inferior, se construirá más rápido, tendrá menores riesgos de sobrecostos y demoras y estará situado en la ruta más congestionada. Estas características permitirán, con los mismos recursos, una mejor articulación entre el metro y la red de TransMilenio, así como la construcción de más troncales. Como consecuencia, el sistema integrado tendrá una mayor capacidad total de movilización de pasajeros frente a la otra opción.
¿Cuál es, entonces, el problema?
¡Que Petro es el metro, según Petro! (“El Estado soy yo”, decía Luis XIV). Sorprende que en pleno siglo XXI, un político de izquierda haga del metro subterráneo un objeto de culto fuera del cual no hay salvación. Y que, por ese fetichismo, esté dispuesto a perjudicar a la ciudadanía a través de su activismo judicial y a cargar con el fardo de Morris, en lugar de haber apoyado a Claudia López, quien, con pragmatismo, ha prometido ejecutar el metro elevado y continuarlo hasta Suba y Engativá, lo que tiene mucho sentido.
GUILLERMO PERRY
Guillermo Perry
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