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Corrupción

Controlar corrupción exige castigar a corruptos y reformar instituciones que permiten que florezcan.

Guillermo Perry
Los ciudadanos se quejan, con razón, de que les suban los impuestos y continúen la evasión, la corrupción y la ineficiencia del gasto público. Había que elevar los gravámenes para evitar una crisis fiscal que nos hubiera llevado a la recesión. No había otra manera de compensar en el corto plazo la caída de los ingresos petroleros, ya que no era posible hacerlo solamente recortando gastos (no se podían reducir abruptamente los gastos en defensa ni las transferencias a educación y salud), y cualquier iniciativa para mejorar la eficiencia del gasto y controlar la evasión y la corrupción toma tiempo en fructificar. Pero hay que comenzar ya. Santos y Cárdenas tienen la obligación moral de hacerlo, especialmente después de haber pedido y logrado un aumento del IVA.
El control de la corrupción requiere acciones radicales en castigo y prevención y un cambio en la cultura ciudadana. Es indispensable castigar ejemplarmente a los corruptos, para que otros potenciales lo piensen dos veces. Por eso resulta fundamental que en el caso Odebrecht se logre identificar y condenar a todos los participantes y que el caso Interbolsa no termine en la impunidad.
Pero a mediano plazo, es igualmente importante reformar las instituciones que hoy en día permiten que florezcan los corruptos. Y en el largo plazo resulta definitivo un cambio en la cultura ciudadana, pues, aun cuando la opinión se indigna ante ciertos escándalos, la ciudadanía ha sido muy tolerante con la corrupción: vuelve a elegir a los corruptos, considera aceptable evadir impuestos y financiar políticos para que después ayuden a obtener o mantener privilegios, tolera la ‘mermelada’, etc.
El impacto de las reformas institucionales se puede ilustrar con diversos ejemplos. En el pasado, los déficits fiscales y los grandes escándalos de corrupción se originaban en el sector eléctrico (el Guavio, Corelca, Icel, las electrificadoras departamentales). Las reformas de 1993, con base en el nuevo régimen de servicios públicos que adoptó la Constitución de 1991, condujeron a un sector sin apagones, más eficiente y transparente, que requiere poco presupuesto público (cuando antes era una carga gigantesca para la Nación y ciudades como Bogotá) y en el cual hay pocos escándalos. Las empresas públicas ineficientes tuvieron que privatizarse, mientras que las buenas (ISA, EPM) y algunas reformadas (la nueva EEB) se expandieron exitosamente por toda América Latina. No todo está bien resuelto, como ilustra Electricaribe, pero la situación hoy es muy distinta a la del pasado.
Algo parecido está comenzando a suceder en el sector transporte. El nuevo marco legal, la creación de la ANI y la FDN y la mayor transparencia han comenzado a dejar atrás los grandes escándalos en la contratación nacional y mitigado las restricciones fiscales del sector. Pero subsisten una enorme corrupción e ineficiencia en la contratación a nivel subnacional. Y falta aún blindar el gobierno corporativo de la ANI y el Invías, así como poner a funcionar la Unidad de Planeación Integrada y la Comisión de Regulación del Transporte, sin las cuales no habrá grandes mejoras en eficiencia.
Pero la reforma estructural clave para reducir la corrupción es la electoral. He argumentado en diversas ocasiones que es indispensable cortar de raíz el círculo vicioso de financiamiento privado de las campañas políticas por contratistas y empresas que luego son ‘retribuidas’ con contratos, subsidios y privilegios tributarios o de comercio exterior. Me complace que Santos haya puesto el tema sobre la mesa. Hay que llegar a la financiación estatal plena de las campañas, y eso sería fiscalmente viable si se prohíbe la propaganda política, se da tiempo limitado a los candidatos en debates en TV y radio y se reforma el inoperante Consejo Electoral. Bienvenido el debate.
GUILLERMO PERRY
Guillermo Perry
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