La crisis económica actual no es una crisis de sobreproducción y desempleo por una caída de la demanda debido al pesimismo frente al futuro, como la gran crisis del 30, que podría ser remediada por el estímulo del gasto deficitario del Gobierno.
Esta crisis es producto de un agente biológico, un virus, el covid-19, que tampoco nos cayó del cielo sino que es el resultado de la manera como habitamos, producimos consumimos en un mundo de recursos naturales finitos, y cuyo ecosistema global hemos cambiado de manera radical en los dos últimos siglos.
Este virus ha obligado al mundo entero a entrar en cuarentena –en una pausa prolongada de los quehaceres cotidianos–, afecta la economía porque obliga a cerrar muchas actividades económicas, exceptuando las relacionadas con la salud, la distribución de alimentos y medicamentos, servicios públicos, etc. Las actividades de contacto con el público son clausuradas casi totalmente, la educación, servicios personales, peluquerías, etc.
Aunque algunas actividades, educativas, administrativas y financieras pueden ser prestadas a través de las tecnologías de la información y la comunicación, haciendo uso de las teleconferencias y la realidad virtual, también encuentran una restricción para generalizarlas debido a la dotación precaria en aparatos electrónicos por parte de grandes sectores de la población.
Esta parálisis económica tendrá un efecto profundo en el nivel de la producción, empleo y crecimiento de la economías del mundo, afectando los flujos internacionales de comercio, personas, capitales, etc., por lo menos por un trimestre, con una recuperación lenta como consecuencia del gasto tímido de empresas y familias.
Esta crisis que se ha metamorfoseado en una crisis financiera, montada sobre el lomo de la “próxima gran recesión” que estaba siendo esperada, se da en medio de la crisis estructural del calentamiento global que se aproxima rápidamente sobre el umbral de los 2 °C de aumento sobre las temperaturas preindustriales, y que obligaría a tomar medidas de decrecimiento de las economías, especialmente de aquellas de los países desarrollados, en general culpables de este fenómeno.
El decrecimiento es necesario para no empujar las temperaturas hasta el momento en que aparezcan fenómenos de inflexión que no sean reversibles, como el derretimiento de los casquetes polares, que cambiarían el planeta de una manera definitiva, convirtiendo las tierras templados en tierras más calientes y las tierras tropicales, en tierras invivibles para el ser humano, al mismo tiempo que los insectos que vivían a niveles de mar emigran a niveles más altos, afectando los ecosistemas adecuados para la producción. Es decir, todo el mapa de la producción agrícola cambiaría completamente, con pérdidas netas en la biodiversidad animal y botánica.
Esto significaría que la reducción de las emisiones de los países desarrollados tendrían que ser lo suficientemente altas como para que compense el respectivo aumento en los países pobres, y al mismo tiempo haya una disminución neta de las emisiones, para no sobrepasar las metas de crecimiento de las temperaturas globales.
Es decir, que la crisis de hoy, con el covid-19, podría tomarse como un ejercicio, doloroso y obligado si se quiere, pero ilustrativo, en términos del decrecimiento de las economías para observar sus efectos benéficos sobre los ecosistemas naturales, aunque son efectos marginales para el calentamiento global en curso.
Por otro lado, esta crisis ofrece la oportunidad de emplear nuevos instrumentos hasta ahora no generalizados para poner ingresos en los bolsillos de la gente, no por trabajar, sino por no trabajar, sobre todo auxiliando las nóminas de las pequeñas empresas, mientras los compromisos de pagos de las deudas, familiares y medianas y pequeñas empresas tienen una moratoria adecuada a las circunstancias.
¿Cómo? Así como los bancos centrales de los países desarrollados han hecho las llamadas acciones de flexibilización cuantitativas (QE) para salvar a los bancos de las efectos de la crisis financiera de 2008-2009, ahora es el momento para hacer una QE para la gente a través del Gobierno, con transferencias monetarias a los más necesitados, mientras pasa la pandemia.
Además, la urgencia de la coyuntura no puede cegarnos sobre el largo plazo para financiar y poner en marcha un plan de salud público que privilegie la formación de recursos humanos, médicos y de investigación, al mismo tiempo que se dote de una infraestructura hospitalaria moderna y eficiente para afrontar una crisis futura, pues la presente “nos cogió con los calzones abajo”.
Hoy se está improvisando sobre un sistema de salud en manos de privados, como en el caso de Colombia, que recibió ingentes ingresos por los aportes de los trabajadores y del sistema público Sisbén, sin que se hubiera preparado para un escenario de contingencia de calamidad nacional, como la presente, pues no la tenían en mente, y tampoco los funcionarios. Un sistema de salud que tiene un curatodo con acetaminofén, y pocas ayudas diagnósticas, no está muy adecuado para una situación como la actual.
No es el fin del mundo. Ni para los bancos ni para la humanidad, pero sí el fin para mucha gente común, que está mal nutrida y vive hacinada, y que no podrá sobrevivir esta pandemia global, así como los más pobres tampoco pudieron sobrevivir las pandemias del pasado, dominado por una economía darwiniana, desprovista de un Estado de bienestar moderno y del que muchos países todavía carecen.
Guillermo Maya
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