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Venezolana en ruta

Del criminal que gobierna su país no se expresa con ira, pero lo culpa y quiere que pague.

Gonzalo Castellanos
Adinia, de 29 años, trabaja en un café restaurante donde le pagan 30.000 diarios. Aunque es abogada llena de palabras, durante el tiempo que atiende mesas apenas dice lo obligado, lo cual la hace ver antipática. Ella sabe que ocultar el acento es una forma de evadir esa marca no deshonrosa pero intimidante que cargan los migrantes a otro país que está en cierta condición de superioridad. Así son los países, como los humanos, volubles entre aires de supremacía o resignación según les corresponda en un momento de la historia.
Desde cuando llegó de Venezuela, dos años atrás, se ha desempeñado en un montón de oficios y cosas. En todos busca destacarse, como lo hizo en el colegio, en la universidad privada que la graduó y durante ese corto tiempo que ejerció su profesión en un bufete de Caracas. Vender jugos en los semáforos con el calador frío bogotano de las seis de la mañana le resultó en particular impactante, y relata que no es chévere ver a todos los conductores subir las ventanas a un mismo tiempo o poner el seguro cuando uno se acerca.
Igual que esconde la voz, no se esfuerza en exaltar que es linda, en especial durante el trabajo porque hay mucho vampiro. Le han tirado colmilladas. A veces se cuestiona si es en exceso predispuesta cuando algún señor a quien le sirva cotidianamente el café le comenta que qué hace una venezolana tan bonita trabajando en esto; ...mira, a mí me gustaría colaborarte; ...hablemos porque de pronto sé de algo... Así se ponen las cosas cuando uno anda huyendo, se pueden confundir miradas con cuchilladas.

Desde cuando llegó de Venezuela, dos años atrás, se ha desempeñado en un montón de oficios y cosas. En todos busca destacarse.

En realidad –dice–, le ha ido muy bien, la han tratado generosamente, incluso, porque tuvo la suerte de llegar cuando las cosas no se habían puesto tan feas en su país y no era enorme la oleada de caminantes. Sabe de coterráneos que trabajan en faenas muy feas, a quienes les toca mandar el pasaporte a Cúcuta y pagarle periódicamente a un fulanito entre 300.000 y 400.000 pesos para que le pongan sellos de entrada y salida. Multiplicado por miles de almas en pena, alguien se estará llenando los bolsillos.
Del criminal que gobierna su país y causó esto (digo) no se expresa con ira, pero lo culpa y quiere que pague. Piensa que es pasajero y que gente de todos lados soporta cosas de verdad inhumanas. ¡¡Si contara mi historia!! Ahora busca mejor trabajo, aunque seguro no le paguen el mínimo.
GONZALO CASTELLANOS
Gonzalo Castellanos
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