Nadie duda que al país le llegó la hora de las decisiones históricas. En las próximas semanas parece ineludible que por la vía del plebiscito nos tocará escoger entre continuar la guerra o apostarle a la paz. Pero ese es solo el primer paso de tantos otros que hay que dar. Se hace camino al andar.
Una vez el país escoja la reconciliación como la senda del futuro, dado que a nadie sensato le cabe en la cabeza que los ciudadanos opten por mantener el desangre que ha manchado los últimos cien años del acontecer nacional, empieza el proceso de construir una paz duradera y sostenible.
Las negociaciones de La Habana no son una herejía. Se requería de alguien tan iconoclasta y tan audaz como el presidente Santos para emprenderlas. A pesar del escepticismo de algunos sectores de la élite, las cosas finalmente se están dando. Ya empieza a ser el momento de preguntarse: ¿ahora qué hacemos con el mandato de la paz?
Construir la catedral de un país en paz, sin guerra, tomará tiempo. El asunto también es, en gran medida, de plata. Habrá que “meterse la mano al dril”. El desafío es inmenso dado que, como es ampliamente conocido, la situación fiscal del país y la coyuntura económica nacional e internacional no son las más propicias para emprender esa magna obra.
Quienes creen que la paz en Colombia va a convocar una movilización masiva de recursos internacionales pecan de ingenuos. Las adversas circunstancias que vive el mundo son de tal magnitud que el margen de maniobra que tiene para contribuir a construir la catedral de la paz es bastante pequeño. Nos va a tocar a nosotros solitos.
La paz no puede darse a costa de nadie. Reducir la ya insuficiente y precaria presencia del Estado en tantas regiones y comunidades para redireccionar recursos hacia la paz sería una inmensa equivocación. Se necesitan fuentes de recursos diferentes de las que ya se incorporan cotidianamente en el presupuesto de la Nación.
Al contrario de lo que muchos dicen, hay que dejar de adorar el becerro de oro que son las agencias calificadoras de riesgo. En circunstancias excepcionales, como las actuales, las agencias deben pasar a un segundo o tercer plano. No dejemos que nos gobiernen o nos dicten una política económica que podría hacer fracasar la paz.
La aplicación hoy de los enfoques convencionales de política económica haría fracasar la paz, el anhelo más grande que han tenido generaciones de colombianos. La paz justifica acciones excepcionales, evidentemente en lo político y en lo jurídico, pero sin duda también en lo económico. Afortunadamente, no estoy solo en esa tesis. Rudolf Hommes anda en la misma dirección.
La pregunta es qué habría que hacer. No se debe someter en este momento al país a un ‘shock’ fiscal de la magnitud de una reforma tributaria estructural.
No se debe permitir que la reducción del déficit fiscal se convierta en una manía obsesiva. Tampoco se debe desechar la idea de una emergencia económica para la paz. Si la guerra dio para décadas de estados de excepción, ahora resulta que la paz no justifica hacer algo así. No podemos seguir encadenados a la regla fiscal.
No hay que tenerle miedo a endeudarse para hacer posible la reconciliación. Tampoco se puede desestimar la posibilidad de financiar monetariamente al Gobierno central. Ya lo han hecho los bancos centrales de otras latitudes, aquellos que supuestamente son los más serios del mundo. En síntesis: por la paz, todo. Hay momentos como este cuando acabar con la guerra le da licencia al país para desviarse de lo convencional.
Dictum. El Ferrocarril del Pacífico es una necesidad nacional. En vez de sancionar, hay que solucionar.
GABRIEL SILVA LUJÁN