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La otra extinción

Está en curso un exterminio silencioso de la diversidad que nutre la creatividad del hombre.

Cada comunidad encuentra soluciones y expresiones propias y únicas, tanto para atender las inevitables necesidades de la vida cotidiana como para darles expresión tangible a las creencias y la espiritualidad. Esa multiplicidad de respuestas colectivas es lo que hace que la humanidad sea un infinito y fascinante caleidoscopio de expresiones culturales. Perder esa variedad y pluralidad sería una tragedia. Como en la evolución biológica, las culturas tienden a una polinización cruzada que enriquece el patrimonio tangible e intangible de la humanidad. Los cromosomas culturales se mezclan y retroalimentan para generar nuevas respuestas, adaptaciones y evoluciones que favorecen la expansión de la creatividad y el talento humano.
Desafortunadamente, está en curso un exterminio silencioso de la diversidad que nutre la creatividad del hombre. Se están aniquilando las creencias, los ritos, las prácticas sociales y los objetos sagrados y cotidianos que los diferentes colectivos sociales han generado a través de siglos y milenios.
Para empezar, la tendencia hacia la ‘homogenización’ de la cultura a nivel planetario, como resultado de la globalización, ha tomado una fuerza inusitada en la última década. Los beneficios de la globalización y de la consolidación de un mercado mundial son evidentes en su positivo impacto sobre el crecimiento económico, y los flujos de información, de bienes, de capital y de conocimiento. Eso está bien. Pero la globalización también ha llevado a una convergencia a escala mundial de los patrones de comportamiento cultural y social, lo cual desdibuja –cada vez más– la diferenciación y la diversidad.
Estamos viviendo una ‘colonización’ cultural, de magnitudes globales, como consecuencia de la estandarización de los gustos, de los objetos de uso cotidiano, del consumo, de la estética, que lleva al exterminio de lo diferente, de lo tradicional y de lo auténtico. En Londres y Luanda, en Bogotá y en Zapatoca, cada vez con más asiduidad estamos condenados a que las necesidades colectivas se resuelvan a través de una materialidad uniforme generada en la nube.
Aunque no soy de la escuela nostálgica, hay que reconocer que dicha ‘convergencia’ cultural, acelerada por la masificación de las redes e internet, ha creado un espacio para la interacción social humana que no tiene fronteras. De una parte, ese fenómeno amplifica los espacios de libertad; pero, por la otra, está afectando severamente la persistencia y la reproducción histórica de la diversidad étnica y cultural.
Paradójicamente, al mismo tiempo, la reacción contra los efectos de la globalización se ha convertido en una amenaza aún más grave para la diversidad. El nacionalismo cultural y el extremismo religioso han surgido como un mecanismo de defensa frente a la ‘homogenización’. Pero a nadie se le escapa que esa respuesta social y política de rechazo a una cultura estándar, por su intolerancia absoluta con aquello que no es propio y por su proclividad al uso de la violencia, es, de lejos, la más grave de las amenazas actuales a la diversidad cultural y a la libertad creativa.
Las guerras culturales –en internet y en la realidad– poseen una virulencia, una barbaridad y una ferocidad similares a las que se vivieron en el pasado. Dichas guerras culturales, disfrazadas de defensa de la religión o de la nacionalidad, buscan la aniquilación de los genes culturales de una comunidad con el propósito de exterminar su herencia colectiva y lograr la imposición violenta de los valores y de la cultura. Como cuando España colonizó América o Gran Bretaña se dedicó a ‘civilizar’ a los salvajes.
‘Dictum’. Ahora también la tragedia de Andrés Felipe es culpa de Santos. ¿No fueron los actuales embajadores en la OEA y en París sus verdaderos verdugos?
GABRIEL SILVA LUJÁN
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