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Inteligencia privatizada

La inteligencia está siendo atacada, favoreciendo la impunidad y debilitando las instituciones.

La inteligencia es conocer, anticipar, predecir, analizar y sacar conclusiones relevantes que orienten eficazmente la acción. Por eso es indispensable que los Estados tengan, institucionalmente, una inteligencia eficaz. Sin estructuras de inteligencia y contrainteligencia no se puede gobernar, y mucho menos defender la democracia, cada vez más amenazada por bandas de ‘hackers’, rufianes globalizados, terroristas, conspiradores y contradictores geopolíticos, estilo Corea del Norte, Nicaragua o Venezuela.
L#a seguridad nacional no es un juego de niños. Es una obligación sagrada que deben garantizar los gobernantes. Esa responsabilidad no solo cobija la capacidad de enfrentar las amenazas exteriores e interiores. También incluye garantizar la estabilidad institucional. Y lograr eso no es posible sin conocer al enemigo.
Originalmente, la función de inteligencia era eminentemente pública. Espías, escuchas, intercepciones, seguimientos... eran parte del arsenal preferido de los aparatos estatales, sobre los que el Poder Judicial y las fuerzas del orden ejercieron un cuasi monopolio. Ese paradigma cambió radicalmente con la revolución digital. Hoy, la inteligencia se ha privatizado. Eso tiene su lado bueno. Mucho es lo que se ha ventilado por esa vía.
Existen múltiples actores privados que ejercen funciones de inteligencia. Incluso, en el ámbito de las relaciones personales, se ha puesto de moda entre los ‘millennials’ un nuevo verbo: ‘estoquear’. Derivado del inglés ‘stocker’, o perseguidor obsesivo, ese verbo significa ‘buscar todas las referencias en las redes que revelen las actividades privadas de un objetivo’. Esas capacidades están a la mano de cualquiera que tenga un celular o un computador.
En ese contexto, se ha creado un desbalance en desmedro de la función de inteligencia estatal. Es una pelea de tigre contra burro amarrado. Dados los abusos que han ocurrido –el DAS en manos de Álvaro Uribe, por ejemplo–, la doctrina en Colombia y el mundo se ha movido en la dirección de defender la privacidad, limitar esos poderes de vigilancia, controlar las capacidades y restringir el acceso a la información. Eso está bien. Hasta que se llegue al extremo pernicioso de convertir al Estado en un eunuco en materias de inteligencia. Mientras los operadores privados no tienen límite, a las autoridades les toca defenderse con un instrumental cada vez más constreñido.
Uno se imaginaría que la vocación de restringir y acorralar a las organizaciones de inteligencia provendría naturalmente de la izquierda. No, señores. El presidente Trump ha emprendido una ofensiva feroz contra el establecimiento de inteligencia estadounidense –uno de los más poderosos y eficaces del mundo–, del cual desconfía profundamente. Eso no les sirve ni a los gringos ni al resto del mundo civilizado.
La inteligencia como función pública esencial para la seguridad nacional está siendo atacada desde todos los flancos, favoreciendo la impunidad y debilitando las instituciones. Mientras tanto, la privatización de esas funciones crece como espuma. Así se benefician quienes tienen intereses creados y cuentan con los recursos para tener a su servicio un sistema de inteligencia y de penetración de opinión propio. Paradójicamente, en un régimen garantista como el instaurado por la Constitución de 1991, la mejor forma de defender los derechos de los ciudadanos es no dejarse seducir, jurisprudencialmente, por los atavismos y la desconfianza. Hay que evitar que la inteligencia –como ocurrió con el correo– termine exclusivamente en manos de los particulares.
Dictum. La marcha del primero de abril es el lanzamiento del uribismo para el 2018. Todo lo demás son disfraces. Ojalá la gente de bien no caiga en la trampa.
GABRIEL SILVA LUJÁN
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