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A perder la inocencia

Al centro lo han derrotado más sus propias inhibiciones y falta de audacia que sus contradictores.

El análisis de Eduardo Pizarro en este diario, ‘El centro político: ¿un cascarón vacío?’, contribuye de manera elocuente a un debate indispensable para evitar que Colombia siga rodando por el despeñadero de la polarización. El espectro político colombiano lleva dos décadas configurándose de una manera cada vez más excluyente y binaria. El nivel de belicosidad e intransigencia se parece cada vez más a las épocas de la confrontación bipartidista de mediados del siglo pasado. Interrumpir ese camino hacia el desastre dependerá de la capacidad para construir una opción de centro, programáticamente atractiva y electoralmente viable.
En un contexto de polarización, la pluralidad característica del centro se convierte en una rigidez para concretar y definir una alternativa específica. La convergencia de esa diversidad de matices de centro y centroizquierda se lograría con un acuerdo de convergencia de carácter programático, o como lo dice Humberto de la Calle gráficamente, “rayando la cancha” de las ideas. Aceptando que ese acuerdo es ineludible e indispensable para que los ciudadanos puedan entender de manera concreta qué significa y ofrece el centro, no debería ser –en contra de lo que sugeriría el sentido común– un ejercicio inicial, fundacional, un ‘sine qua non’ para poder avanzar en la construcción de una alternativa, liberal y progresista, a las extremas.
El riesgo es que le pase al centro lo que le pasó a la izquierda toda la vida: que se desgaste en congresos, foros, seminarios, en discusiones intelectuales sin fin, que terminan desconectadas de las brutales realidades de la lucha electoral. Por dedicarnos a pulir el verbo, se puede escapar la oportunidad de que triunfen quienes están comprometidos con la defensa de la Constitución y de la democracia.
Al centro político le pasa lo que a Dios: todo el mundo sabe que existe, pero cuando se trata de definirlo la cosa se complica. Nos deberíamos contentar con saber que el centro está ahí y ahorrarnos los debates teológicos. Argüiría que ya existe suficiente unanimidad y convergencia en los pilares de una opción de centro. Ese espacio político es mucho menos difuso de lo que generalmente se cree. Que quienes creen en las instituciones democráticas, en los derechos humanos, en la justicia, en la inclusión, en la paz y en la equidad elijan a un presidente que represente esos principios, es más que suficiente.
Las elecciones, en contravía del creer de la gente, no las definen las mejores ideas sino quien pone más votos. Entonces, es responsabilidad de los líderes lograr que las ideas del centro –que son las indispensables para salvar al país– consigan esas mayorías. Es decir, hay que dejar la inocencia de creer que el programa más perfecto, la retórica más impecable son el camino a la victoria. Hay que dejar ese puritanismo característico de los liberales y de los progresistas de considerar con asco, con repulsión atávica, las tripas y las entrañas de cómo se construye una campaña victoriosa.
Una campaña victoriosa del centro se consigue, primero que todo, definiendo la manera en que los liderazgos rivales encuentran una fórmula sensata y equilibrada para tramitar sus aspiraciones, dado que las diferencias son mucho más de acentos y de ambiciones que de ideas. Hay que perder la inocencia de creer que la mecánica electoral es secundaria, subordinada, a la consonancia ideológica. Finalmente, el centro tiene que aprender algo valioso de las extremas: sus líderes no andan por ahí pidiendo permiso o con temor a ofender susceptibilidades. Al centro lo han derrotado mucho más sus propias inhibiciones y su falta de audacia que la habilidad de sus contradictores.
‘Dictum’. Los enemigos de la paz se rasgan las vestiduras porque no hay verdad. Ahora que las Farc confiesan sus peores crímenes, tampoco les sirve.
GABRIEL SILVA LUJÁN
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