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Vivir de la violencia

No es extraño que los mayores beneficiarios del paro del Eln sean los opositores al proceso de paz.

Viven de la violencia tanto aquellos que la ejercen como los que de manera conveniente se escudan detrás de ella para existir. La violencia nos ha condicionado política, social y psicológicamente durante décadas. Todos los presidentes del último siglo han sido elegidos con una consigna sobre cómo poder terminar o combatir dicho fenómeno. Es como si no pudiésemos dejar de ser esclavos de la guerra y la hubiéramos adoptado no como una variable temporal, sino como una constante irreductible.
La violencia tiene ganadores y perdedores, pero estos no se miden en el campo de batalla, o por lo menos no en el que uno se imagina. El que gana con la guerra es esa minúscula porción de la sociedad que, drogada por el poder o incapaz de asumir responsabilidades, se rehúsa a dar por terminada una práctica que le sigue dando oxígeno para vivir. Los perdedores, por el otro lado, son la mayoría de colombianos que están hartos del miedo, de las amenazas, de los discursos incendiarios, de la militarización del espíritu y de la mente.
Pierden también en la guerra los estadistas y ciudadanos que persiguen un país sin violencia y que entienden que los problemas de Colombia trascienden el ruido de los fusiles. Son aquellos que reconocen en la corrupción, en la destrucción del medioambiente y en las brechas sociales y económicas los grandes retos que se deben enfrentar para salir del laberinto en el que nos encontramos.
El más reciente paro del Eln no es sino un simple reflejo de esa lógica violenta. Un acto cobarde que demuestra su grado de inhumanidad e incoherencia. Esperar que un grupo que genera miseria y que, hipócritamente, se excusa en un discurso social mientras ataca a los más vulnerables se comporte diferente, es tan ingenuo como pretender que sus acciones no le inyecten combustible a la narrativa guerrerista de una caterva política que no ha renunciado a las balas como única forma de supervivencia. Ese mismo sector es el que destila odio para enardecer los instintos más primitivos de una población que se pierde en el círculo vicioso donde la violencia se resuelve con más violencia. La demencia del Eln no cesa de nutrir el llamado a la guerra que hacen los miembros más retardatarios de nuestro país.
No resulta extraño que los mayores beneficiarios del paro del Eln sean los sectores políticos radicales que se han opuesto sistemáticamente al proceso de paz. Su único argumento es la seguridad que imaginan proviene de las armas. Entre paros, secuestros y actos terroristas, los guerrilleros del Eln les siguen dando razones para existir y, de paso, ahogar cualquier posibilidad de que la política se abra a nuevas expresiones. Estos guerrilleros y aquellos sectores políticos se necesitan y nutren mutuamente. Ambos extremos son parasitarios.
La Colombia más consciente, que hasta ahora ha venido perdiendo, tiene el gran reto y responsabilidad de despertar al resto de una ciudadanía hipnotizada por los cantos de guerra y que se ha dejado instrumentalizar por la monotemática lógica armada que enarbolan los extremos de la derecha y de la izquierda.
Si los futuros líderes, esos que asociamos al centro político, no logran convencer a los ciudadanos de que existen otros problemas; si no descifran las verdaderas necesidades y proponen soluciones reales a las causas del sufrimiento diario de millones de compatriotas que carecen de trabajo, de seguridad social, de estudio, de oportunidades, de vivienda; si no buscan convencer que para vivir en un país mejor es necesario dar un salto tecnológico y propender a la protección del medioambiente, correrán el riesgo de ser cómplices de una nueva ola de polarización entre violentos. Estos últimos ya comienzan a vislumbrar los gruesos dividendos de un discurso centrado en la guerra (“la guerra sin fin”).
Los ataques del terrorismo en Colombia son plato de cardenal para aquellos que se aferran a la confrontación armada y desconocen el dolor de millones de ciudadanos. Romper esas dinámicas y la narrativa de la violencia será el mayor enemigo de los nuevos liderazgos. Salirse de ese círculo kafkiano, que muchos han ya convertido en su realidad, será la verdadera medida del cambio de un país que, mientras el mundo avanza en la dirección del desarrollo y las oportunidades, tristemente sigue siendo una fábrica de dolor y desesperanza. Es preciso romper ese negocio político y social que engorda los intereses egoístas de los grupos radicales.
Ñapa: El problema de la salud mental en Colombia y de los factores que lo determinan debería aparecer en la agenda del país. Lejos de pensar que no vale la pena estudiar psicología, justamente lo que demanda la sociedad es más psicólogos para atender las necesidades de tanta gente golpeada por una realidad brutal y cruel.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI
En Twitter: @gabocifuentes
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