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Señor Procurador

Lo de Bojayá demostró que algo está fallando en la manera cómo el Estado responde.

En días pasados puse en conocimiento de su entidad una queja por lo que, a mi juicio, ha sido una desatención grave del Gobierno Nacional frente a lo que está pasando en Bojayá y el Alto Baudó. Según varios reportes de la Defensoría del Pueblo, en los corregimientos de dichos municipios se vive el recrudecimiento de una violencia que ha dejado como saldo miles de ciudadanos confinados. Adicionalmente, según denuncias oficiales, se han presentado casos de homicidios selectivos, amenazas, desplazamiento forzado, violencia sexual, reclutamiento de menores e incluso algunos casos de decapitaciones; como si hubiéramos regresado a la peor época de la violencia paramilitar y guerrillera.
Pero lo que pasa en el Chocó es simplemente el reflejo de la compleja realidad que viven algunas zonas del país. Allá, en la ruralidad profunda, donde pululan las economías ilegales y la presencia del Estado es escasa, se reporta el fortalecimiento de bandas criminales y grupos armados. Ya no se sabe cuántos actores ilegales existen, a quién le responden y, lo más grave, si a ellos se les puede perseguir bajo el manto del DIH. Las denuncias del valeroso Leyner Palacios pusieron bajo la lupa la precaria condición de las comunidades que durante décadas han sido azotadas por la violencia. Sin embargo, ello solo se conoce, desafortunadamente, cuando los medios de comunicación ponen en evidencia tales circunstancias.
¿Pero qué pasa en el Bajo Cauca, Nariño, el Catatumbo, Arauca, Urabá y en muchas otras regiones donde autoridades como la Defensoría del Pueblo y organizaciones y líderes sociales vienen denunciando el mismo tipo de violencia? Lo de Bojayá demostró que algo está fallando en la manera como el Estado responde. Ya sea por conductas omisivas o por la existencia de intereses oscuros de unos cuantos. O incluso porque se piensa que la única forma en la que el Estado debe llegar es mediante la fuerza pública. Ese es un error que buscó subsanarse con los acuerdos de paz. Allí se pretendió configurar un sistema integral de asistencia a los territorios más afectados por la violencia, para no solo garantizar la seguridad desde un punto de vista militar, sino también con el objetivo de ofrecer las condiciones sociales y económicas que sirvan de antídoto a la cooptación de enteras comunidades por parte de actores ilegales.
En diferentes declaraciones, usted mismo ha señalado que el brote de violencia que se ha desatado en los últimos años, en particular con el asesinato de líderes sociales, es sistemático. Y el hecho de que sea sistemático es gravísimo, porque da cuenta que detrás de las muertes casi diarias de ciudadanos existe una política o plan criminal. Hay un interés expreso de acallar las voces de los que exigen el cumplimiento de sus derechos, de los que claman por volver a sus tierras y de los que se oponen a la política de sangre y fuego.
No se tiene un conteo claro de los asesinatos de los líderes sociales en Colombia. El Gobierno dice una cosa, Naciones Unidas y las organizaciones sociales, otra. Lo que sí es cierto es que solo en 2019 y, asumiendo una aproximación conservadora, se han identificado 220 asesinatos selectivos. De esos, unos 100 se han confirmado como homicidios a líderes sociales y otros 120 están en indagación. Esto quiere decir que prácticamente cada día de por medio en Colombia se da muerte a un líder social, lo cual implica que no es una acción esporádica ni espontánea. Subyace a esta realidad un plan sistemático para acabar con las vidas de nuestros líderes sociales; el patrón criminal es clarísimo. Alguna o varias organizaciones ilegales están fungiendo como gatilleros de intereses aún más oscuros que se deben investigar.
La semana pasada fue Mireya Hernández, en Putumayo. Ella se suma a otros 4 líderes sociales asesinados solo en la primera semana de enero. En lo que coinciden todas las entidades que tienen algún tipo de registro sobre estos hechos es en que las mujeres lideresas están siendo atacadas con mayor intensidad. Para OACNUDH, ese incremento fue del 44 % en 2019, cifra muy inferior a la que presentan organizaciones como Somos Defensores, para quienes dicho aumento llega casi al 68 %.
En Colombia no pueden pasar de agache los funcionarios públicos que tienen la responsabilidad de prevenir, proteger, denunciar, investigar y castigar estos hechos. El Estado les está fallando a nuestros líderes y comunidades. Usted –que ha sido testigo de la violencia, que conoce como pocos la situación que se vive en las regiones y además tiene la competencia constitucional para tomar cartas en el asunto– es el único que puede desentrañar ese entramado de responsabilidades públicas. En sus manos está también la vida de los líderes sociales.
Ñapa: En el momento de escribir esta columna, el Ministerio del Interior ha dado respuesta a la petición que, desde este mismo espacio, se ha realizado con el ánimo de esclarecer cuáles han sido las acciones que dicha cartera adoptó para atender las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo en el Chocó. Agradezco la información enviada, la cual estudiaré con toda atención.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI
Doctor en derecho penal, Universitá degli Studi di Roma. MPA, Harvard University. LLM, New York University. Master en Derecho, Universidad de los Andes.
En Twitter: @gabocifuentes
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