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Aprendimos a normalizar el hedor de la muerte y a naturalizar las portadas con fotos de cadáveres.

La tragedia de la cual hemos sido testigos en los últimos días no es sino la crónica de varias masacres anunciadas. Se conocía el riesgo de las comunidades que se encuentran en medio del fuego cruzado de los actores de la guerra y de la delincuencia, pero aun así poco se hizo. Y de ello somos todos responsables en menor o mayor medida.
En semanas pasadas se cometieron “homicidios colectivos” –tal y como los califica el gobierno– en promedio cada 48 horas. Parece que ese carrusel de la muerte viene en una preocupante escalada. De ello dan cuenta tanto las cifras oficiales, por más de que traten de maquillaras o explicarlas con insensibles eufemismos, así como también los reportes de organismos internacionales.
De acuerdo con Indepaz, en lo corrido del 2020 se han presentado 45 masacres. Particularmente afectada se encuentra la región suroccidental del país, donde el Cauca, Valle del Cauca, Nariño y Putumayo reportan más de 20 de ellas y un total de 77 víctimas. También preocupa la situación en Antioquia, con 9 masacres; Norte de Santander, con 4; Chocó y Córdoba, con 2 registros cada uno. No se quedan por fuera de esta lista Casanare, Arauca, Atlántico, Huila, Magdalena, Tolima, Caldas y Meta. El saldo fatal es de 108 colombianos, la mayoría jóvenes. Es así que la mitad de nuestro territorio está siendo testigo del recrudecimiento de la violencia.
Es natural preguntarse, entonces, quién es el responsable de dicha desgracia. Los autores de estos escabrosos delitos son grupos armados ilegales de carácter variopinto. Ya resulta difícil distinguirlos entre elenos, paramilitares, bandas criminales, disidencias guerrilleras o matones a sueldo de carteles mexicanos. Todos ellos activos en la constante puja por el control territorial, las rentas ilegales y las rutas del narcotráfico. No cabe duda de que los responsables de las masacres son esos delincuentes. Son ellos los que con sus armas asesinan a sangre fría, desplazan, corrompen y vulneran los más básicos valores humanos. No pueden entonces las autoridades tardar en identificarlos y juzgarlos. Pero a la exclusiva responsabilidad material de los grupos armados ilegales se le suma la negligencia del Estado y la actitud amnésica de una parte de la sociedad que carece por completo de empatía colectiva.
De la ciudadanía en general, sorprende su tímida indignación. En cualquier otro país, bastaría una sola muerte violenta para activar un rechazo absoluto y generalizado. Hemos aprendido a normalizar el hedor de la muerte y a naturalizar las portadas con fotos de cadáveres. A las autoridades del Estado, empero, les cabe también una cuota de responsabilidad. Se debe evaluar si los funcionarios a cargo de la vida y protección de las comunidades actuaron de manera diligente o si, por el contrario, han fallado en su deber ético, moral, y también disciplinario, por no adoptar las medidas necesarias ante las advertencias del peligro que corrían, y que siguen corriendo, miles de colombianos.
En repetidas ocasiones, 182 para ser más exactos, la Defensoría del Pueblo advirtió al Ministerio del Interior sobre el riesgo que corrían las comunidades en muchos de los lugares donde se consumaron las masacres. Solo para citar algunos ejemplos; a través de alerta 085 de 2018 se señaló la crítica situación en las comunas 14,15 y 21 de Cali, allí mismo donde hace algunas semanas abalearon a 5 menores de edad. En 2019 las alertas tempranas 032 y 045 señalaban el peligro inminente en las poblaciones de Samaniego, Tumaco y Ricaurte, respectivamente. Y más recientemente, en marzo de este año, se le comunicaron al Ministerio, mediante alerta 011, las amenazas de muerte en Norte de Santander y la zona rural de Cúcuta, otro de los tristes escenarios de recientes masacres y desplazamientos.
Conscientes de la necesidad de una articulación interinstitucional para dar respuesta a los llamados de la Defensoría, se expidió el decreto 2124 de 2017 y así regular el funcionamiento de la Comisión Intersectorial para la Respuesta Rápida de Alertas Tempranas (Ciprat), cuya secretaría técnica ejerce la ministra del Interior. Desafortunadamente, como el mismo delegado de la defensoría, Mateo Gómez, indicó en audiencia pública ante la Comisión de Derechos Humanos del Congreso el pasado 24 de agosto, parece que a dicha instancia no asisten las cabezas de las entidades. Delegan en funcionarios sin capacidad para tomar decisiones una tarea tan vital, literalmente, como evitar los riesgos inminentes advertidos por la Defensoría.
En materia de seguridad es tan mortal el fuego de las armas como la negligencia del Estado. La laxitud u omisión total de las acciones preventivas, o la banal reducción al absurdo de un problema que crece día tras día no se resuelve con comunicados de prensa o con estadísticas hechizas. Se exige, por lo tanto, desde la ciudadanía un mayor nivel de compromiso por la salvaguarda de la vida de los colombianos. Ante el silencio y la inacción y la consiguiente multiplicación de masacres, quedan vacíos de contenido en eso que se llama Estado, las autoridades que lo encarnan y el derecho cuya defensa se les confía. Ahí sí, como diría Darío Echandía, entonces: ¿y el poder para qué?
Ñapa: ¿A quién se le ocurre enviar una solicitud de extradición a EE. UU. en español? Es como si lo hicieran a propósito.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI
En Twitter: @gabocifuentes
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