A su paso, el papa Francisco dejó una experiencia multitudinaria del sentido de nosotros mismos como nación de raíces cristianas más profundas que nuestros desencuentros. Su mensaje fue una luz para disipar las tinieblas de la polarización. No podemos olvidarlo.
El Papa pidió que fuéramos concretos en poner en práctica lo que nos decía. Y esa llamada a la urgencia cobra hoy importancia porque la oscuridad sigue matando a líderes campesinos y negros; el Eln, en plena tregua, asesina a Aulio Isarama, gobernador indígena en el Chocó, y la minga nacional atranca carreteras para que le cumplan los acuerdos, mientras la ausencia de quorum frena el fast track en el Congreso.
Francisco valoró el difícil proceso de nuestra paz imperfecta. Cuarenta y dos veces usó la palabra ‘paz’ en sus discursos, e insistió en que siguiéramos en el empeño de muchas décadas, que había dado frutos eficaces en el último año entre nuestras dificultades inevitables. Recordó que éramos vulnerables, frágiles, inclinados a caer en el error y debíamos ayudarnos positivamente con comprensión mutua. Se maravilló cuando una niña le dijo que el único no vulnerable era Dios, y a ella le recordó que ese Dios se hizo vulnerable en Jesús. Y nos amarró al proceso de nuestra paz vulnerable con sus últimas palabras: “Colombia, esclava de la paz para siempre”.
42 veces usó la palabra ‘paz’ en sus discursos, e insistió en que siguiéramos en el empeño de muchas décadas, que había dado frutos eficaces en el último año entre nuestras dificultades inevitables.
Nos dijo que inevitablemente había cizaña, no la de un grupo particular, sino la que está en el corazón de todos los hombres y las mujeres cuando nos atrapan la desconfianza, el odio, el egoísmo y hasta la ansiedad de destruir a los demás. Pero dejó claro que no somos solamente cizaña. En el mismo corazón están la semilla buena del amor, la compasión, la generosidad, la acogida del otro.
Llamó a los jóvenes a ser los sembradores de esperanza y a no dejarse enredar en las anticuadas rivalidades que mantienen peleando a los viejos. Y los desafió a ser audaces y a liberarnos de las pequeñeces que tienen entrampados a los políticos y guerreros del siglo pasado.
Dejó claro que la tarea era estructural por la exclusión de los indígenas, los campesinos, los negros, los sectores populares descartados. Por la desigualdad, que impone el dinero sobre la dignidad igual de todos los seres humanos. Por la corrupción, que se roba el bien común. Por el narcotráfico, al que condenó enfáticamente.
Más de una vez nos dijo que los seres humanos podemos cambiar. Que incluso los que han cometido los crímenes más grandes y las barbaridades más espantosas pueden cambiar. Que nadie había tan malo que no pudiera ser transformado. Y nos invitó a aceptar al que llega de las atrocidades de la guerra gritándonos que quiere cambiar, que ya ha cambiado, y pide que le creamos.
Insistió en que no temiéramos perdonar. Que el perdón grande es el que ‘primerea’ porque se ofrece antes de que el victimario pida perdón. Y recordó que eso era lo que Dios había hecho con cada uno de nosotros. Y a los que se creen parte de la sociedad perfecta les recordó que compartimos la responsabilidad de tanto sufrimiento por lo que hemos hecho y por lo que hemos dejado de hacer. Todos pecadores. Y él mismo se reconoció pecador y pidió perdón.
Llamó a la verdad, la justicia y la reconciliación, que se controlan entre sí. Una verdad que no genera odio, sino reconocimiento compasivo de lo que somos; una justicia que no es vengativa, sino restauración, y una reconciliación en las diferencias que cede de todos los lados para construir juntos.
Y con actos y ejemplos nos puso al lado de la sangre adolorida de nuestro pueblo. Y les dijo a las víctimas que ellas y ellos, desde el dolor, poseían la fuerza espiritual que puede movilizar a Colombia hacia el encuentro y la construcción de la paz.
FRANCISCO DE ROUX
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