Celebramos el regalo del amor gratuito que somos, mujeres y hombres, acogidos en la vida sin que pudiéramos pretenderlo ni merecerlo, llamados a ser parte de la maravilla del universo. Queridos personalmente, sin condiciones previas, sin exclusiones.
Esta es la fiesta que llama al cuidado con nosotros mismos. Porque la posibilidad que somos, de vivir el amor en respeto, verdad y compasión, puede destruirse en el egoísmo con sus obsesiones de crear un patrimonio, o consolidar el poder y la fama, o saturarnos de satisfacciones sensibles, o encerrarnos en el prestigio y el culto clerical. Porque el amor es todo lo contrario. Y no existe si no nos arriesgamos a dejar que acontezca la gratuidad en nuestras vidas, para salir de nosotros mismos y dar lo mejor a los demás en la solidaridad, el cuidado y el perdón.
Los relatos del evangelio que originaron esta fiesta muestran la seriedad de este misterio de pasión por el ser humano y por el universo, que llega para dejar claro que en el origen lo que existía era el amor. Manifestado en la sencillez de un bebé nacido en la pobreza, que en su fragilidad anuncia que cada niña es sagrada, que cada niño es sagrado.
Este amor se mete en nuestra historia personal y familiar y en las perplejidades que vivimos en Colombia y en todas partes. Se abre paso en nosotros para rescatarnos de las desconfianzas, de los miedos, de los odios. Y también para darle sentido al accidente del avión o del carro que nos parecen absurdos, o a la enfermedad terminal, al dolor, a la muerte repentina. Y para permitirnos acceder en el silencio a la serenidad interior, más allá de nuestras más trágicas equivocaciones y más allá de todas las violencias y amenazas. No estamos solos. “Puso su tienda de campaña en medio de nosotros”. Acampó en medio de nuestros dramas e ilusiones.
La Navidad es costosa. No por la superficialidad del precio de los aguinaldos, sino por la llamada exigente al compromiso radical con toda mujer y todo hombre y con la naturaleza. Quien ama en serio busca identificarse con el ser a quien ama. Y el Niño de Belén, que nace en una pesebrera, muestra que el misterio del amor busca abrirse paso en cada uno de nosotros, de nosotras, con nuestras diferencias y peculiaridades, independientemente de si somos creyentes de una u otra tradición religiosa, o agnósticos o ateos, para que el amor verdadero, el de la generosidad y la compasión y la justicia, llegue a la plenitud posible dentro de cada uno y cada una, en la realidad concreta de nuestra historia personal de aciertos y equivocaciones.
La Navidad, finalmente, es un proceso inacabado. No es que nació el Niño Jesús y el amor verdadero se consolidó en el mundo. No. En Jesús se puso en evidencia lo que es un ser humano llevado por el amor, y también la magnitud de la agresión social, política y religiosa que se les viene encima a Él y a quienes quieran seguirlo. Para ejemplos están los obispos Óscar Romero e Isaías Duarte Cansino, los sacerdotes Rutilio Grande y Sergio Restrepo y muchos otros, y centenares de religiosas y catequistas y miles de víctimas hombres y mujeres, en este país y en el mundo, inspiradas por ese mismo amor, de diferentes tradiciones espirituales; perseguidas primero, llevadas a tribunales y al escarnio público y luego, asesinadas.
Si hemos entendido en qué consiste ser cristiano y católico, o simplemente ser humanos, en Colombia estamos invitados a poner en marcha el largo camino de la Navidad cara. La de la paz costosa, más allá de las divisiones políticas. La de la acogida magnánima a quienes dejaron la guerra. La de la protección a los perseguidos porque luchan por la justicia. La de quienes, como Jesús y Gandhi y Mandela, decidieron amar a su enemigo.
Francisco de Roux
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