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Los problemas de la felicidad

Hay cosas fáciles de vender pero difíciles de explicar, y una de ellas es el cuento de la felicidad.

Hay cosas fáciles de vender pero muy difíciles de explicar, y una de ellas es el cuento de la felicidad. Ofrecer el derecho a ser feliz parece un gran aporte de la Constitución de Estados Unidos (1776). Dice así: “Sostenemos por sí mismas como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Benjamin Franklin aclaró luego que “la Constitución de EE. UU. no garantiza la felicidad, solo la búsqueda de esta. Cada persona debe conquistarla para sí misma”. Esto es importante, pues le recuerda a cada persona que debe esforzarse en conseguir por sí misma lo que nadie le puede dar. Además, narra en su ‘Autobiografía de un hombre feliz’ que buscaba cultivar su carácter mediante un plan de trece virtudes que desarrolló cuando tenía 20 años (1726): templanza, silencio, orden, resolución, frugalidad, diligencia, sinceridad, justicia, moderación, limpieza, tranquilidad, castidad y humildad.
Todas estas virtudes serían hoy consideradas por el común de las personas signos graves de desgracia personal. Una vida así sería insoportable para quienes desde el púlpito de la publicidad promueven el placer personal inmediato como el camino certero a la felicidad.
La obsesión de muchos padres es que sus hijos sean felices, por lo cual no se los debe contrariar, exigir o presionar de forma alguna. Tal vez, muchos de estos adultos la pasaron mal en el sistema escolar, pero sobre todo se les ha metido la idea de que la felicidad es el valor supremo y el derecho superior. Si algo no te hace feliz, debes desecharlo; si alguna nueva experiencia inunda tu organismo con lo que ahora llaman el cuarteto de la felicidad –endorfina, serotonina, dopamina y oxitocina–, debes repetirla una y otra vez para mantenerte en esa onda química. Para esto hay abundantes drogas naturales y sintéticas, así que muchos las buscan afanosamente...
En la felicidad química se enfocaron, a comienzos del siglo pasado, Aldous Huxley en ‘Un mundo feliz’ y Bertrand Russell en ‘La perspectiva científica’. Estos autores piensan que el mundo va hacia una felicidad social en que hordas de imbéciles productivos, obedientes y dopados por la satisfacción de sus caprichos inmediatos respondan al control de una élite muy selecta y altamente educada que entiende que la felicidad es otra cosa.
Por eso me intriga que el alcalde de Bogotá haya decidido hacer centros de felicidad... no entiendo qué imaginará él que sea este producto que vende con su abrumadora publicidad. ¿De qué se trata? Se sabe que son grandes espacios con gimnasios, canchas, bibliotecas y aulas. Pero no parecen ser el paraíso terrenal; tal vez sean centros de bienestar como los clubes de los ricos, pero de felicidad... El concepto tiene problemas.
Regresar a filósofos como Aristóteles suele ser refrescante. Para él, la felicidad como valor supremo emana de la búsqueda incesante de un propósito trascendente, de algo que va más allá de lo inmediato y requiere un enorme esfuerzo y constancia. Se necesitan grandes virtudes para avanzar hacia el bien: esto es la ética. Formar en los niños y jóvenes la fortaleza, la constancia, el entusiasmo es darles herramientas para que apunten a causas que vayan más allá de su capricho inmediato y los ayuden a superar las dificultades que supone hacer cosas importantes que den sentido a la vida y el sufrimiento. Porque si nos creemos el cuento de que la felicidad está en un local, en un objeto o en la satisfacción inmediata de nuestros deseos, terminaríamos confundiendo felicidad con facilidad mientras arrastramos vidas miserables e insatisfechas.
Es bueno entonces recordar, como Franklin, que nadie puede ofrecernos la felicidad porque ella es el resultado de nuestra propia dedicación y esfuerzo.
FRANCISCO CAJIAO
fcajiao11@gmail.com
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