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Lecciones para hacerse humano

El problema crucial de nuestros niños y jóvenes es construir un relato coherente de sí mismos.

La Feria del Libro de Bogotá es la ocasión para recordar que la aparición del lenguaje es la clave del origen de la especie, hace más de sesenta mil años.
Dice Geertz que “el hombre se hizo hombre cuando, habiendo cruzado un Rubicón mental, llegó a ser capaz de transmitir conocimientos, creencias, leyes, reglas morales y costumbres a sus descendientes y sus vecinos mediante la enseñanza, y de adquirirlos de sus antepasados y sus vecinos mediante el aprendizaje”. Dicho de otro modo, lo que nos hace humanos es la educación, entendida como proceso de incorporación cultural.
Hace uno o dos siglos, la formación de una identidad individual y colectiva ocurría en ámbitos relativamente homogéneos, dentro de comunidades que creían, más o menos, en las mismas cosas y regulaban sus comportamientos siguiendo una especie de programa con pocas variaciones. Desde la infancia se recibía de la familia, la escuela, la religión y el Estado un mensaje similar que indicaba oportunidades, roles, derechos y hasta los deseos de manera bastante coherente. Así, los jóvenes sabían qué esperar de la vida dependiendo de su clase social, origen racial, sexo o nación. Educar en ese contexto no era otra cosa que replicar una y otra vez en todos los escenarios de la vida el mismo relato.

Tal vez el futuro de la educación no sea otro que el retorno obsesivo a los libros para recuperar los mejores relatos de humanidad posibles.

Pero todo ha cambiado de manera radical. La globalización de la economía en el siglo XX, los medios de comunicación masiva, la movilidad geográfica y, en las últimas décadas, la invasión digital obligan a repensar cuál es la finalidad de la educación, pues ya el relato que parecía dar coherencia al caos de la existencia y ofrecía ser parte de una comunidad ha sido reemplazado por miles de microcreencias que llegan como un alud a través de las redes sociales.
Ya no hay claridad ni siquiera sobre algo tan básico como la alimentación, porque la comida como legado cultural ha sido sustituida por dietas, modas, prohibiciones y adicciones promulgadas por científicos, charlatanes, comerciantes o fanáticos. Lo mismo ocurre con la sexualidad, la religión, el deporte, el trabajo o la familia. Esta cultura de la diversidad, o comoquiera que se denomine la nueva realidad, es lo que debe afrontar un sistema escolar que sigue diseñado para operar en el ambiente de mediados del siglo XX: enseñar, exigir y esperar lo mismo de todos en el aquí y el ahora, porque no hay capacidad de ver un metro más allá de la instalación escolar.
El problema crucial de nuestros niños y jóvenes es construir una identidad, un relato coherente de sí mismos y de su posibilidad de supervivencia como seres humanos en medio de un mar revuelto –los de antes solo debían aprender a flotar en un río cuya corriente los conducía–. Esta urgencia supera con mucho lo que los gobiernos proponen, y que se reduce al logro de unas cuantas competencias para acceder a los conocimientos formales de las ciencias, la tecnología, el emprendimiento y, en últimas, las creencias que alimentan ese monstruo insaciable que es la sociedad de consumo. Pero poco se hace para que todo ese talento y habilidades se transformen en nuevas utopías de humanidad, de convivencia e imaginación en torno a valores apropiados para el mundo en el que vivirán ellos, sus hijos y sus nietos, si es que el escepticismo no los lleva a esterilizarse definitivamente.
Tal vez el futuro de la educación no sea otro que el retorno obsesivo a los libros para recuperar los mejores relatos de humanidad posibles. En los libros hay miles de formas de encontrar caminos para aprender a fabricar nuestros nuevos relatos: historias, novelas, ensayos, dibujos, tratados científicos. Tal vez la escuela deba dejar de lado muchas cosas para dedicar tiempo a pensar la vida y reescribirla, para ayudar a chicos y chicas a tener un cuento de sí mismos, de su mundo, de sus sueños y de las formas de enfrentar la inmensa incertidumbre en que siempre se mueve el porvenir.
fcajiao11@gmail.com
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