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La reproducción de la pobreza

Cierre de colegios se ha convertido en una negación práctica del derecho a la educación.

Francisco Cajiao
Vienen años muy duros, pues los efectos de la pandemia no se superarán de manera simple en el corto plazo. La quiebra de empresas y el cierre de sectores como el turístico con toda la cadena de transporte, hotelería, restaurantes, comercio y recreación han dejado ciudades y poblaciones completas en situación de ruina. Miles de microempresas han desaparecido, y las que sobreviven están trabajando a media marcha, con el riesgo de no aguantar hasta fin de año.
Según algunos economistas, en estos meses el país ha retrocedido quince años. Crear nuevos puestos de trabajo es un reto monumental, especialmente si la capacidad adquisitiva de la gente va en declive. Ni qué hablar si se trata de empleos de calidad en un país con unos índices de informalidad que parecen superar los registrados en las estadísticas oficiales.
El retroceso del ingreso de los hogares revive el fantasma de la pobreza, convirtiéndose en una tremenda amenaza, pues la pobreza extrema va enlazada con inseguridad, malestar social y pérdida de impulso en reformas urgentes que requieren no solo recursos financieros, sino confianza en las instituciones. En estas condiciones, las brechas sociales se profundizan y la garantía de los derechos fundamentales se vuelve más difusa.
Entre todas las variables que inciden en la desigualdad, la educación ha sido señalada como una de las más poderosas. Y en estos meses el deterioro ha sido incalculable porque no se reduce a la cantidad de niños y jóvenes que no han tenido ningún acceso a medios tecnológicos, sino porque es evidente que estos medios están muy lejos de ser la panacea que algunos imaginaron para suplir las oportunidades educativas que surgen del contacto directo con compañeros y maestros.
Desde luego, los niños de hogares pobres se han atrasado mucho más que aquellos cuyas familias cuentan con mayores recursos y niveles educativos: así funciona la reproducción de la pobreza. La referencia generalizada de los padres de familia de diversos niveles sociales señala que los niños de primaria están cada vez más desmotivados, además de no aprender nada. Les administran horas y horas de computador –o de celular–, como si a un enfermo lo atiborraran de remedios sin importar si sirven para curar sus males.
El cierre tan prolongado de los colegios se ha convertido en una negación práctica del derecho a la educación para toda la población. Lo grave es que ahora, cuando mucha gente ha regresado a la actividad laboral, se han reactivado comercios, iglesias, restaurantes y transportes, los niños y jóvenes en sus casas no gozan de ninguna protección. En realidad están en la calle, sujetos a muchos otros riesgos adicionales, en barrios y poblaciones, impidiendo también que sus madres obligadas a cuidarlos vuelvan a generar ingresos.
Bajo estas circunstancias, no se entiende que las directivas de Fecode sigan sosteniendo que su negativa a regresar a la presencialidad tiene como sustento la defensa de la educación pública. Las orientaciones del Gobierno han dado un amplísimo margen de autonomía para que la atención a los niños se haga de acuerdo con las condiciones locales y en concertación con los diversos actores de la comunidad educativa. Pero a esto se responde con una orden general de no volver a clases, que es tan autoritaria y centralista como todo lo que la misma organización ha rechazado de los gobiernos. Con esto se sigue considerando a los maestros subalternos incondicionales de la dirigencia sindical y no como profesionales comprometidos y preparados para tomar decisiones razonables de acuerdo con las condiciones específicas de cada lugar y de cada institución, con la autonomía que siempre han reclamado.
Es verdad que hacen falta cambios y reformas profundas en el sistema, pero las restricciones que existen no liberan a los profesionales de sus compromisos éticos.
FRANCISCO CAJIAO
fcajiao11@gmail.com
Francisco Cajiao
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