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Una profesión con muchas aristas

Maestros no son solamente sujetos de derechos, sino los garantes directos de un derecho fundamental.

El prolongado cierre de los colegios motivado por la pandemia y la participación protagónica de Fecode en el desarrollo del paro nacional han generado inquietud en diversos sectores de la ciudadanía.
Se incurre con frecuencia en el error de identificar a todos los maestros con lo que dicen o hacen las directivas sindicales, que, además del importante papel que cumplen en la defensa de los derechos laborales de los educadores, asumen posiciones políticas que no representan a los cerca de 350.000 afiliados. Desde el punto de vista individual es legítimo, puesto que nadie puede privar a un ciudadano de su derecho a expresar sus opiniones o a hacer públicas sus aspiraciones. Lo que no es tan claro es si es ético usar una posición de poder en una organización de funcionarios del Estado (Fecode solo agrupa a maestros oficiales), financiada con las cuotas de los afiliados, para hacer campaña.
También está sobre la mesa un asunto de coherencia: durante meses, las directivas sindicales se opusieron a la reapertura de colegios con diversos argumentos, algunos muy justificados en instituciones específicas y no en la generalidad del país. De manera explícita señalaron la necesidad de tener certeza científica sobre la seguridad del regreso a las aulas. Sin embargo, también dijeron no requerir ninguna certificación de ese tipo para promover las grandes aglomeraciones que se produjeron durante del paro, con los efectos evidentes que han tenido en la salud pública.
En los últimos cincuenta años la profesión docente ha tenido una muy importante evolución, y bien vale la pena conocerla para entender qué desafíos enfrentan tanto quienes la eligen y la desempeñan como el Estado y la ciudadanía, para avanzar en el desarrollo de la calidad de la educación que se ofrece a las nuevas generaciones.
En los setenta, una mayoría de nuestros maestros tenían una precaria formación académica, una remuneración vergonzosa, casi ninguna garantía laboral y era frecuente que los salarios se demoraran semanas para ser cancelados. Esto se reflejaba en indicadores educativos que estaban entre los peores de la región. La organización sindical fue fundamental para cambiar esta situación: se consiguió la expedición de un estatuto docente, se hicieron reformas administrativas, se avanzó en la formación profesional y también en las condiciones de remuneración y estabilidad. Al mismo tiempo que creció la cobertura se amplió la planta de personal.
Hoy, la mayoría de los maestros son profesionales y muchos de ellos tienen estudios de posgrado. Esto, con toda razón, aumenta sus expectativas de ingreso y movilidad social, pero también exige mayores estándares en su desempeño y en el desarrollo mismo de la profesión. El progreso de un país no se puede hacer sin una educación de la más alta calidad, especialmente para las poblaciones más frágiles, y el papel de los profesionales es imprescindible.
Si se quiere avanzar por la senda de la educación pública, como un factor esencial del proceso democrático, los maestros deben ratificar que no son solamente sujetos de derechos, sino los garantes directos de un derecho fundamental. Esta es una discusión que puede darse en el Congreso, declarando la educación como un servicio esencial, pero sería mucho mejor que el debate surgiera de los propios educadores en relación con las exigencias éticas de una profesión que todavía no ha abordado este asunto con la seriedad que le han dado otras profesiones.
Más allá de la asociación sindical, siempre valiosa e importante, la dignidad de una profesión se construye desde asociaciones profesionales con finalidades académicas y de autorregulación, pues esta es la única forma de conquistar una autonomía que haga respetar la profesión y permita moderar las tentaciones autocráticas de los ya poderosos dirigentes gremiales.
Francisco Cajiao
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