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Las buenas maneras y la civilidad

Tal vez tengamos la suerte de que vivan como personas y no como primates peligrosos.

La historia de la humanidad siempre será una fuente inagotable de reflexiones sobre la forma como las personas vivimos en comunidad. La verdad es que cuanto uno más se devuelve, más agradecido está de vivir en los tiempos actuales, a pesar de saber lo que aún nos falta.
Desde la prehistoria, cuando la especie todavía oscilaba entre el salvajismo de primates y los primeros destellos de inteligencia que permitieron organizarse usando símbolos diferentes a la fuerza bruta, hasta nuestros días, pareciera que nuestro mayor esfuerzo ha sido abandonar el estado salvaje de nuestras relaciones para encontrar maneras de convivir en esa cosa compleja que llamamos civilidad. Grandes obras, descubrimientos y culturas se construyeron en la antigüedad sobre la esclavitud y la guerra.
En la civilización helenística, diseminada por el Mediterráneo, predominó la ley del más fuerte y nunca fue cuestionado el derecho que algunos tenían sobre el destino de otros. En Oriente no fue diferente. Pero las cosas no paraban ahí: los poderosos eran peligrosos para todos, porque al lado del gran talento que iba apareciendo en algunos individuos se multiplicaban los malestares, las envidias y los celos de otros que disputaban sus lugares, en especial si representaban poder y liderazgo.
Basta leer las ‘Historias de Florencia’, de Maquiavelo, para ver cómo se llevaba la política menuda en la época de los Médici. Y de estas intrigas, trampas y asesinatos no estaba exento ni el Papa. Al inicio de la Edad Media, la vida giraba en torno a los castillos, que eran fundamentalmente cuarteles militares. La muerte y la vida precaria de la soldadesca eran parte de la normalidad: se vivía muy cerca de la supervivencia, lo que significa muy lejos de la civilidad. Al contrario de los caballeros andantes de la literatura, los códigos de caballería fueron surgiendo para domesticar el comportamiento sexual violento, sobre todo la violación. A este propósito señala Sennett, en su obra ‘Juntos’, que “la contención sexual de la caballería trataba de levantar una barrera contra esa violencia entre la élite”.
Pero los caballeros también exhibían una enorme susceptibilidad a los insultos, considerados afrentas al honor, no solo personal sino de la familia, de manera que cualquier palabra o gesto podía desencadenar un duelo, un combate o una venganza.
Fue en los siglos XVII y XVIII cuando se consolidaron las normas de cortesía, nacidas precisamente en las cortes para asegurar la convivencia entre ciudadanos y entre naciones. Estas normas, que según Norbert Elias dieron su origen al concepto actual de civilidad, implican una contención de la agresividad y la violencia y ofrecen maneras para tratar los problemas entre quienes tienen grandes diferencias. De este largo proceso de codificación surgen los rituales propios de la diplomacia, que permiten limar asperezas y discutir asuntos complicados evitando las confrontaciones radicales que puedan derivar en situaciones indeseables. Las buenas maneras se vuelven esenciales en el ciudadano.
No hay espacio suficiente para mostrar con mayor detalle el valiosísimo examen que hace Elias de este gradual proceso de civilidad, pero creo que es suficiente para que los lectores se preocupen cuando vemos a nuestros líderes políticos dispuestos a desenvainar su daga frente a ofensas disparadas por Twitter, como si no hubieran logrado un mínimo de contención emocional; o cuando nuestros representantes ante el mundo violentan normas elementales de cortesía, incumpliendo compromisos o irrespetando con su actitud a quienes nos abren la puerta de sus países.
No sobra esperar que nuestros niños aprendan buenas maneras desde la primera infancia, que aprendan a saludar, que descubran que una sonrisa siempre será más eficaz que un gruñido... Tal vez tengamos la suerte de que vivan como personas y no como primates peligrosos.
FRANCISCO CAJIAO
fcajiao11@gmail.com
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