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Mis ‘meet’ dolorosos

La verdad es que para mí, una enamorada de la docencia, fue un reto actualizarme en la tecnología.

Florence Thomas
Algunas cosas tomaron relevancia durante estos interminables días de pandemia, confinamiento y horas silenciosas. Y entre ellas fue necesario (si no quería desaparecer) actualizarme en las tecnologías de la comunicación. Y, aunque mis hijos eran mis profesores en esta materia (con regular paciencia), todo esto me produjo muchos dolores de cabeza y varias veces estuve a punto de abandonar e iniciar una nueva vida en un convento.
La verdad es que para una enamorada de la docencia, de una docencia en vivo que ejercí durante unos 40 años o más en la Universidad Nacional de Colombia, fue un descomunal reto, y trataré de explicarles las razones.
Ser docente, hablar en un aula con 40 estudiantes, dictar una conferencia en la Unisur en Neiva, en la Universidad del Valle o, también, encontrarme con mujeres en un municipio colombiano para animarlas y hacerles entender que, en cuanto sujetas de derechos, su papel en este mundo es demasiado importante fue toda mi vida en este extraño país que aprendí a amar a pesar de todo.
Hablar a un público significaba encontrarme la mejor performance posible para seducir de alguna manera al auditorio; buscar las palabras que tengan una resonancia para este público; encontrarme con sonrisas, con miradas inquisitivas, con preguntas que no podían esperar, etc. Y, bueno, esta pandemia significó para mí perder inevitablemente estos encuentros con el costo de no seguir actualizándome, encerrarme en un silencio sin remedio, negando toda posibilidad de reencontrar algunos de estos públicos de manera virtual, sin performance, sin casi posibilidad de seducción, pero aceptando esta nueva realidad, si se puede llamar realidad esto de lo virtual.
Entonces decidí no rendirme. Ningún aparato me iba a ganar la partida. Hoy ya soy capaz de entrar a Meet (por lo menos sé que esta palabra significa, en inglés, ‘encuentro’), a Zoom (esta sí me parece el nombre de un héroe de un cómic para adolescentes), a Skype (escaparse), a Facebook Live y a varias plataformas de streaming, así como a diversos links, poco a poco y con muchas horas de desespero porque no lograba entrar o cuando por fin entraba, nadie me escuchaba. Y ni hablar de que después de llamar varias veces a Nicolás, al borde de las lágrimas o a punto de botar el computador por la ventana, se me olvidaba cerrar el micrófono o abrir la cámara.
Ahora bien, lo logré poco a poco, pero les confieso que sigo sin apreciar este mundo de sonidos electrónicos. Y, sí, tengo 77 años. Pienso entonces en todas estas generaciones, hijos, nietos y bisnietos, que tienen hoy que trabajar con esta modalidad virtual y, créanme, los considero, aun cuando ellos, ellas, difícilmente confiesan que esta modalidad de trabajo no es vida, o que solo es una vida confinada, entre paréntesis, troncada; una vida con micrófonos y cámaras, una vida sin tintos para compartir.
Por cierto, tengo la suficiente lucidez para saber que hoy, una mujer líder en Apartadó, claro, siempre y cuando tenga un computador o un celular avanzado, puede escucharme y hacerme preguntas en directo. Para mí, esto justifica mis dolores de cabeza y mis crisis existenciales, pues lo que esta mujer me cuenta, a decenas de kilómetros de distancia y sin viajar, es lo más maravilloso. Eso vale oro, y solo por eso seguiré conectada a estas máquinas infernales.
Florence Thomas
Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad
Florence Thomas
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