Llevado por la curiosidad, aupada por las noticias periodísticas del momento, he visitado el barrio donde transcurrió parte de mi niñez y de mi adolescencia, y que en la parábola de mi vida ocupa un espacio de feliz recordación. Por supuesto que eran otros los tiempos y otras las costumbres.
Bogotá era un pueblo grande, como que no llegaba al millón de habitantes. El ambiente era respirable, es decir que la polución estaba lejos de los niveles tóxicos que hoy tenemos que padecer los inquilinos de la megaurbe. El medio de transporte habitual era el tranvía, pues, además de barato, era seguro y no contaminaba. Sin embargo, muchos preferían hacer sus visitas y diligencias a pie, ya que todo estaba cercano, a la mano, y los atracos callejeros carecían de vigencia. El policía de la cuadra era el garante de la seguridad.
La patota la conformábamos muchachos del barrio, varones solamente, pues era mal visto que las niñas salieran de sus casas sin la compañía de sus padres o de un adulto. Comparando con lo que ocurre en la actualidad, éramos ‘zanahorios’, sanos en todos los sentidos, como solía ser la juventud en los años treinta y cuarenta, que es la época a la que me estoy refiriendo. Para que se nos considerara de verdad ‘hombres’, era necesario alcanzar los 21 años de edad, vale decir, poseer cédula de ciudadanía, lo cual permitía usar pantalón largo, fumar, beber con moderación en las fiestas y tener llave de la casa. Acostumbrábamos reunirnos y jugar en la calle. El paso de los vehículos automotores no era problema, pues su tránsito era extraño dado que no había muchos. Ninguna de las casas del vecindario tenía garaje, ya que el carro particular era un lujo que muy pocos podían darse.
Que recuerde, fueron vecinos nuestros, entre otros, la familia Torrente, cuyo jefe era un general de nombre Leopoldo, que tenía dos muy hermosas hijas gemelas, llamadas Lucía y Elvira. Los Ferroni Venturoli, italianos de pura cepa; doña Magola, esposa de don Ferrucio, preparaba una exquisita pasta de la que nos hacían partícipes sus hijos Adolfo y Tito, que eran unos de nuestros compañeros de juegos. Los Ramírez Suárez, familia numerosa al igual que todas las de la época; con Jesús, o Chucho, fui más tarde condiscípulo en el colegio de bachillerato de la Universidad Libre. Se destacó como jurista e incursionó en política con buen éxito, y llegó a presidir el Congreso de la República.
He hecho mención de estas tres distinguidas familias para poner de presente que en esas calendas aquel barrio estaba bien habitado. Lejos de imaginar quienes crecimos en el tranquilo y acogedor sector llamado San Bernardo –entonces parte del corazón de la ciudad–, que con el paso del tiempo iría a ser escenario de ruines episodios provocados por el lumpen, que a manera de rezago de los tenebrosos ‘Bronx’ y ‘el Cartucho’ sentó allí sus reales.
Ahora, cuando he regresado a esos parajes tan llenos de recuerdos vividos setenta largos años atrás, encuentro que casi todas las casas que conformaban la cuadra permanecen en pie, pero son otra cosa. No es ese el mismo sitio donde transcurrió mi dorada niñez, donde me inicié en la vida social aprendiendo a convivir con ‘el otro’ en un ambiente de respeto y consideración mutuos, donde supe en qué consistía llamarse ‘vecino’, o ‘amigo’. Al ver mi antiguo barrio cubierto de úlceras y cicatrices, perdidos el señorío y la prestancia que tuvo, hube de aceptar que las sociedades humanas no son conglomerados estables y que lo característico es que sean cambiantes, a veces para mal. Vino entonces a mi mente el verso plañidero del Tuerto López: “¡Qué diablo!... Si estas cosas dan ganas de llorar”.
Fernando Sánchez Torres