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La protesta estudiantil

Era una forma de protestar contra “el establecimiento”, contra el sistema de gobierno vigente.

La presencia reciente de la muchachada universitaria en las calles de las principales ciudades del país ha suscitado comentarios encontrados, algunos desfavorables por los actos vandálicos que la empañaron. Ver desfilar de manera pacífica a quienes constituyen la mejor reserva y la esperanza de la nación siempre me emociona. Regreso a mis años mozos, cuando fui líder estudiantil y marché también por las calles bogotanas. Una de ellas me marcó de por vida. Fue un 9 de junio, hace sesenta y cinco años, pero la recuerdo como si hubiera sido ayer. La organizamos los de la Nacional en señal de protesta por el asesinato aleve del estudiante de medicina Uriel Gutiérrez Restrepo en el propio campus, a manos de un agente de la policía. En acto de solidaridad, la Javeriana y el Externado se sumaron a nosotros. Promediando la mañana salimos de la Ciudad Universitaria con destino al Palacio de San Carlos, que era donde despachaba el presidente de entonces. Todos portábamos un libro en una mano y con la otra agitábamos un pañuelo blanco. Ni uno solo de nosotros llevaba el rostro embozado. Exhibíamos sin temor la cara, pues no éramos facinerosos. A nuestro paso a lo largo de la carrera 7.ª, la gente, apostada en andenes y balcones, nos demostraba su simpatía batiendo también pañuelos blancos. Aquello fue conmovedor: un río de jóvenes, condolidos, expresaban su reclamo invocando el nombre de Uriel Gutiérrez para luego exclamar al unísono: “¡Presente!”. Infortunadamente, el teniente-general que gobernaba el país, mal aconsejado y pensando más con el quepis que con la cabeza, ordenó detener la marcha en la calle 13, una de cuyas esquinas se convirtió en el paredón donde fue inmolada una decena de estudiantes a manos de los fusileros del glorioso Batallón Colombia.

Desafortunadamente, los encapuchados de siempre volvieron a desvirtuar las marchas, vandalizándolas

Llegada la década de los setenta, se hizo costumbre que grupos de encapuchados irrumpieran periódicamente en las calles vecinas a las universidades públicas, quemaran buses, embadurnaran con grafitis fachadas y monumentos y terminaran enfrentados a piedra con la policía. Nunca el detonante estuvo motivado por demandas académicas. Siempre el trasfondo era de carácter político. Era una forma de protestar contra “el establecimiento”, es decir, contra el sistema de gobierno vigente. El empleo de papas y bombas molotov para atacar a los agentes del orden se hizo una constante. Se llegó más allá cuando se utilizaron armas de fuego, como ocurrió en mayo de 1984, siendo yo rector de la Nacional. Es explicable que los energúmenos se cubrieran el rostro. Unos eran de verdad estudiantes y otros, activistas profesionales. Sin que me causara extrañeza, observé que una vez firmada la paz con las Farc, esas incursiones revoltosas entraron en receso. Los grafitis incendiarios en las paredes de la Ciudad Universitaria se trocaron por palomas blancas. Igual sucedió en las demás universidades públicas, con excepción de la Pedagógica y la Distrital, en Bogotá, que mantienen viva la costumbre de hacer ruido en el vecindario.
Recientemente, conocido el destape de la corrupción en el seno de la Distrital, las universidades todas se solidarizaron con los estudiantes de esta y volvieron a inundar las calles, con el beneplácito de la ciudadanía. Desafortunadamente, los encapuchados de siempre volvieron a desvirtuar las marchas, vandalizándolas. Para esquivar la acción de las autoridades, recurrieron —como estrategia segura— a refugiarse en los campus, territorio vedado para aquellas sin que norma alguna lo haya consagrado así. ¿Que se protestaba también por el incumplimiento del Gobierno a lo pactado con los rectores en el movimiento pasado? Por lo declarado por la ministra de Educación —cuyos antecedentes obligan a darle crédito—, los compromisos han venido cumpliéndose. Viéndolo bien, el estudiantado cayó en una trampa urdida por los enemigos del establecimiento.
Me he sentido obligado a hacer el presente comentario por conocer bien el intríngulis de las protestas estudiantiles y por estar convencido de que protestar pacíficamente es un derecho en los sistemas democráticos.
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