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Apretar el gatillo

La violencia, el vandalismo y los bloqueos desnaturalizan por completo el derecho al paro.

Al igual que a la inmensa mayoría de colombianos y colombianas, en estos días me acompaña un sentimiento de tristeza y perplejidad frente a los acontecimientos que tienen alborotado al país desde hace ya varias semanas. Me refiero al mal llamado paro, pues de lo que se trata en el fondo es de una insurrección larvada, es decir, de propiciar la caída del Gobierno o, por lo menos, de desprestigiarlo. Es fácil entrever que tras bambalinas hay gente interesada en que las instituciones que conforman el Estado pierdan confianza y con ello encontrar terreno trillado para que el poder llegue a manos de quienes, con promesas populistas, cautivan a las masas descontentas.
No puede desconocerse que entre nosotros hay razones de sobra para protestar. Y hay que hacerlo porque el silencio perpetúa las injusticias. Es un recurso que suministra la democracia, precisamente para darle vigencia a uno de los principios que le dan su esencia: la libertad. En nuestro escudo patrio, ese principio se muestra majestuoso, acompañado de otro igual de trascendente: el orden. La libertad sin orden es un contrasentido, pues el desorden es una forma de atentar contra la libertad de los demás.
En todos estos días de agitación hemos escuchado de parte de sus organizadores que el paro como instrumento de protesta está amparado por la Constitución, omitiendo que se condiciona a que con él no se avasallen derechos elementales de los demás. Y lo que se ha venido viendo es un paro acompañado de brotes de desorden que forzosamente enfrentan a los encargados de guardar el orden con quienes buscan poner patas arriba el país.

Lo que se ha venido viendo es un paro acompañado de brotes de desorden que forzosamente enfrentan a los encargados de guardar el orden con quienes buscan poner patas arriba
el país.

La violencia, el vandalismo, los bloqueos desnaturalizan por completo el derecho al paro. Invocando el derecho a la protesta se han cometido actos que bien podrían calificarse como “delitos o crímenes de lesa humanidad”. No otra cosa han sido el bloqueo de alimentos y medicamentos, de insumos para purificar el agua de los acueductos, las agresiones a las misiones médicas, la obstaculización del derecho al trabajo y a la movilidad.
La diferencia entre paro y huelga es muy sutil. Ambos se caracterizan por conducir a una interrupción de las actividades colectivas para alcanzar reivindicaciones de variados tipos. Uno y otra son manifestaciones de protesta amparadas por la ley. En la situación que estamos padeciendo, el llamado paro –que no ha esgrimido como estrategia de presión la suspensión de actividades laborales– a fin de cuentas ha tenido visos de verdadera huelga, pues, bloqueando los medios de trasporte, se ha obligado a miles de trabajadores, incluyendo a los de la salud, a interrumpir su ocupación habitual.
Hubo una etapa del siglo pasado en que los sindicatos suecos imponían respeto en toda Europa, no solamente por su autoridad sobre la masa trabajadora, sino también por su autoridad moral. En alguna ocasión, portavoces de esos sindicatos expidieron un comunicado donde quedó registrada la siguiente frase admonitoria: “La huelga, o paro, es una pistola que empuñamos de vez en cuando con fines de intimidación, pero renunciando siempre a apretar el gatillo”.
Sin duda, era una manifestación que ponía de presente el respeto que para esos líderes sindicales tenía la grave decisión de acudir a ese poderoso y peligroso instrumento que se llama paro, o huelga. Infortunadamente, ni los líderes ni los asesores de los huelguistas conocen esa ponderada recomendación y por eso dan muestras de irresponsabilidad. Con ligereza increíble aprietan el gatillo sin medir las consecuencias del disparo. Lo más alarmante, por la injusticia que conlleva, es que la boca de la pistola ha estado colocada en la nuca de quienes manifiestan defender.
Eso es lo que Colombia, asombrada, ha venido contemplando en estos aciagos días.
Fernando Sánchez Torres
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