En un informe titulado ‘El progreso de las mujeres en el mundo, 2015-2016’, divulgado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), se puso de presente que Colombia fue el país que en América Latina y el Caribe logró la mayor reducción de la brecha de género a favor de la mujer en el campo laboral. Según los cálculos del Dane (Muestra Continua de Hogares), de los 21,4 millones de colombianos empleados en el 2015, 8,7 (40,6 por ciento) eran mujeres. Sin embargo, esta buena noticia está empañada por otra: las mujeres ganan el 20 por ciento menos que los hombres, incluso desempeñando funciones similares, no obstante que la Ley 1496 del 2011 garantizó la igualdad salarial.
Hasta no hace mucho parecía que la equidad de género fuera una utopía. Hoy ya existe conciencia acerca del derecho que asiste a la mujer de ocupar la mitad de los puestos, es decir, a que la paridad tenga vigencia, a que –como diría el político de marras– el ‘miti miti’ se respete. Según la profesora Florence Thomas, cuantas más mujeres participen en los cuadros directivos del sector público, menos corrupción habrá. Infortunadamente, en la práctica no faltan las que defraudan este concepto esperanzador.
En el 2009, una reforma política estableció que el 30 por ciento de las listas al Congreso deberían estar constituidas por mujeres. En el sector privado, el Día de la Madre de ese mismo año, los gremios económicos del país se comprometieron a que el 50 por ciento de sus nóminas estarían integradas por mujeres, equiparando los sueldos a los de los varones. No ha faltado, pues, voluntad para que la ginecocracia sea equiparable a la androcracia, no por concesión graciosa, sino por derecho pleno. Como van las cosas, llegará el momento en que la equidad de género se haga completa realidad.
Es satisfactorio ver cómo la mujer cada vez desempeña mayor protagonismo en todas las actividades, producto de venirse preparando a la par con los del sexo opuesto. En las universidades, la presencia mujeril supera a la masculina en muchas carreras. Explicable, en una encuesta adelantada en Colombia y contratada por Millward Brown (2009), solo el 5 por ciento de las mujeres manifestaron que su única actividad debería ser la administración del hogar. Es decir, aquella “perfecta casada” que ponía como ejemplo fray Luis de León en el siglo XVI dejó de ser la aspiración de la generalidad de las mujeres, como lo fue durante cuatro siglos largos. Ahora sus metas van más allá del ámbito hogareño. Por ejemplo, llegar a ser una importante ejecutiva, o una destacada profesional, o una aguerrida líder política.
En todos los campos del quehacer, la mujer es hoy dura competencia del varón. Quién iba a pensar que una dama pudiera llegar a ocupar la cartera de Defensa, es decir, la de la guerra. Marta Lucía Ramírez lo hizo, y lo hizo bien, según el concepto de algunos de los que fueron sus peludos subalternos.
Con excepción de una o dos carteras, las demás han sido confiadas a manos femeninas, casi siempre con buenos resultados. A propósito, me ha llamado la atención que desde hace 14 años, de manera ininterrumpida, la cartera de Educación es de propiedad femenina, dando a suponer que los presidentes de turno han creído que la educación debe ser manejada con criterio maternal, es decir, inyectándole estrógenos al asunto. Desprevenidamente, pareciera que no están equivocados. Para confirmarlo, tratándose de uno de los ministerios de mayor trascendencia social, valdría la pena hacer un balance a fondo de lo que en verdad ha sido la gestión ginecocrática en el sector educativo.
Fernando Sánchez Torres
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