Lunes, siete de la mañana. Bogotá. Una fría mañana de enero. Un frío similar al del invierno, en una ciudad que en esta época del año puede ofrecer en un solo día las cuatro estaciones que su ubicación en el trópico aparentemente le prohíbe. El vaho cubre la vegetación, como un decorado. A lo lejos, el césped brilla como si en el suelo se hubieran encendido miles de pequeñas luces artificiales. Un sol que ha asomado sin timidez se abre paso entre las ramas de los urapanes que se exhiben por docenas en el parque del Virrey.
Camino hacia el oriente, conmovido con la belleza de esos cerros que conozco desde niño pero que no han dejado de sorprenderme. A lo lejos, como si se tratara de una de esas postales de tienda de museo, advierto la escena de unas mujeres que bailan. Es arte aquello que veo, y pienso más en la bella elasticidad de las danzantes de Matisse que en la pompa de las bailarinas de Degas, que nunca me ha atraído.
Avanzo hacia este escenario al aire libre, que ofrece un recreo visual a los deportistas matutinos, a los paseadores de perros, a los caminantes rezagados que miran el reloj y comprueban que faltan pocos minutos para la hora señalada en sus contratos de trabajo.
A medida que me acerco compruebo que la mayoría de las integrantes de este grupo de ocasión están más cerca de la vejez que de la juventud. Asisten a una clase gratuita de baile que, tres veces a la semana, les dicta un joven que bien podría ser nieto de muchas de ellas. Atienden sus indicaciones, repiten con gracia los movimientos sugeridos, flexionan sus cuerpos con una agilidad recuperada de los viejos tiempos... y se divierten sobremanera. Y su alegría contagia a quienes pasamos al lado de aquella improvisada pista de baile.
Sigo mi camino con una felicidad que no me demoro en descifrar: unos años atrás ayudé a una pareja de ancianos a cruzar una calle, ante la negativa de los conductores a permitirles el paso. Aquella vez pensé en lo poco amable que es Bogotá con sus viejos, en las escasas oportunidades de diversión que les ofrece, en lo mal mantenidos que están los andenes por donde deben desplazarse. Y, sobre todo, en la actitud displicente que reciben de tantos habitantes de la ciudad. Por eso seguí mi camino con felicidad: porque vi en aquella escena de las bailarinas una luz de esperanza para los viejos de Bogotá.
Fernando Quiroz@quirozfquiroz
Las bailarinas
Vi en aquella escena de las bailarinas una luz de esperanza para los viejos de Bogotá.
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