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Una democracia de miedos

Usan la psicología y los temores de los electores para incidir masivamente en la toma de decisiones.

Fernando Posada
Quizás la mayor paradoja de nuestros tiempos —al menos en materia informática y tecnológica— es la manera en que las redes sociales, un invento que buscaba acercar a la humanidad y cerrar las brechas comunicativas, terminaron profundizando las divisiones y las disputas políticas, alcanzando los preocupantes niveles de polarización que han caracterizado a esta era global.
El documental ‘Nada es privado’, lanzado hace pocos días por Netflix, enciende las alertas sobre el fin de la vida privada en las redes sociales a través del relato detallado del escándalo de la empresa Cambridge Analytica y la manera en que su uso indebido de la información privada de millones de usuarios de Facebook pudo darle un giro a los resultados de las elecciones norteamericanas en 2016. Pero no solo se trató de la elección presidencial de Trump: cada vez existe más evidencia de la participación de Cambridge Analytica en el frustrante proceso del ‘brexit’, a pesar de que sus voceros lo negaron en su momento.
Desde el inicio es claro que la estrategia informática de firmas como Cambridge Analytica es cuestionable éticamente, pues su fundamento principal es la manipulación y la desinformación deliberada de los electores con el fin de afectar a un sector político y favorecer a otro. Y son las redes sociales, que a estas alturas conocen más sobre nosotros que cualquier persona en el mundo, las que ofrecen nuestra información —que debería ser privada— para construir perfiles de cada votante (o comprador, en otros escenarios) y poder proporcionarles contenidos con el único objetivo de predecir e influenciar sus decisiones.

Que el sueño de un mundo conectado terminara convertido en una pesadilla orwelliana que amenaza el inalienable derecho a la privacidad es una de las mayores contradicciones de nuestros tiempos

Lo más indignante del asunto es la manera en que estas estrategias han buscado inflar el miedo de los electores a partir de informaciones tergiversadas que solo contribuyen a dividir más a las sociedades y a alejarlas de la esperanza y la libertad, dos valores esenciales para la democracia. Tal vez porque la arena de la argumentación lógica e informada resulta insuficiente para algunas causas éticamente cuestionables, y, entonces, el camino de las mentiras y la explotación de los miedos se convierte en atractivos recursos para permitir el triunfo de proyectos que en otros contextos resultarían naturalmente inaceptables.
Si bien siempre hemos sabido que los discursos más alejados de los valores democráticos tendrán mayor opción de triunfar en la medida en que los temores de los ciudadanos sean más profundos y agudos, esta nueva estrategia amenaza con llenar sistemáticamente las pantallas de los usuarios más fáciles de influenciar con contenidos que solo fortalecerán algunos de los defectos que más entorpecen las democracias: el miedo como fuente de decisiones, el dogmatismo y la aceptación de las falsedades si estas defienden los prejuicios propios.
Resulta imposible hablar de la manipulación psicológica en procesos electorales, como en el denunciado escándalo de Cambridge Analytica, sin pensar en uno de los más vergonzosos y dolorosos episodios de la democracia colombiana, cuando desde la propia campaña del No confesaron haber liderado una campaña de engaño masivo durante el plebiscito por la paz. Si bien los mecanismos fueron diferentes, el objetivo de la estrategia era bastante similar: cultivar y segmentar los miedos en las distintas poblaciones del país con el fin de ‘emberracar’ a los electores e influenciar sus decisiones a partir del temor. Si en el ‘brexit’ el rechazo a la inmigración motivó a las mayorías a votar por la salida de la Unión Europea, en Colombia fue el repetitivo y falaz fantasma de ‘volvernos como Venezuela’ el que llevó al triunfo del no.
No es exagerado asumir a estas alturas que una de las principales amenazas a la democracia en nuestros tiempos es el uso predeterminado de la psicología y los miedos de los electores con el objetivo de incidir masivamente en la toma de decisiones. Al mismo tiempo son los argumentos, la libertad y la esperanza los mayores derrotados por estas estrategias inaceptables y antiéticas, mientras que los cerebros detrás de esas operaciones gozan de total impunidad bajo nuestros sistemas legislativos, que aún no se han adaptado a los retos de esta nueva era.
Que el sueño de un mundo conectado terminara convertido en una pesadilla orwelliana que amenaza el inalienable derecho a la privacidad es una de las mayores contradicciones de nuestros tiempos. Y la inevitable conclusión es que mientras no existan leyes que controlen a los gigantes tecnológicos y los obliguen a rendir cuentas, escándalos como el de Cambridge Analytica —y todos los que recordamos de inmediato— seguirán teniendo lugar. En nuestras manos está no creerles a los líderes políticos que recurren a esos inaceptables mecanismos de manipulación sistemática y denunciarlos sin que nos tiemble la mano.
Fernando Posada
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