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El pasto del vecino

Avanzar no consiste en arrasar con lo local desde la desconfianza y la imitación de lo ajeno.

Del colonialismo y sus largos siglos de infamia aún perdura una herencia que, a pesar del paso de los años y sus aparatosas transformaciones, hace evidente la existencia de una cadena de dependencia capaz de sobrevivir al tiempo.
Dice un viejo y repetido refrán que el pasto del vecino siempre parecerá más verde que el propio. Esas palabras retratan con claridad el legado del sistema colonial que reinó en América durante más de tres siglos y estableció lazos de dependencia entre todas las clases sociales locales frente a España, muchos de los cuales hasta hoy perduran por medio de tradiciones y prácticas poco cuestionadas. En contravía de los siglos y de la aparente estabilidad del proyecto republicano, que más parecía buscar la autonomía que la emancipación, muchas son las ideas del colonialismo que todavía perduran en la mentalidad colombiana y en el grueso del continente americano.
Basta con partir de la premisa colonial de que el alcance de cualquier logro no debía pensarse en función propia, sino en beneficio de un poder superior, una tierra distante a la que todo se debía y sin la cual poco o nada era posible. De la mano llegaba la conclusión de que lo propio era poca cosa frente al poder colonizador, con siglos de progreso como ventaja principal. A través de muchas formas, algunas cambiantes y otras permanentes, aquella mentalidad ha logrado mantener vigencia hasta la actualidad.

La noción de la insuficiencia de lo autóctono junto a la necesidad de imponer modelos para seguir al pie de la letra constituyen una receta nefasta capaz de frenar los lentos pasos hacia el progreso.

Es el caso de la educación poscolonial, por solo citar un ejemplo, cuyo pecado desde los primeros años de formación hasta las etapas de estudios más complejos ha sido relevar el conocimiento local a un segundo plano en campos tan diversos como las artes y la filosofía. Las cátedras de pensamiento latinoamericano cuando no son nulas, sí son consideradas secundarias, opacadas por los grandes nombres de escuelas filosóficas europeas. Y es que si bien nadie pone en duda que la lectura de pensadores y autores desde Habermas hasta Proust resulta esencial para la educación universal, también los aportes de latinoamericanos como Estanislao Zuleta o Jesús Martín Barbero deberían considerarse, cuando menos, indispensables.
Es también el caso de la mayoría de economías latinoamericanas, que a pesar de haber sellado su independencia mantuvieron casi intactos los esquemas de producción de materias primas para ser exportadas a destinos industrializados, tratándose en muchos casos de sus antiguos colonizadores, paradójicamente. Corresponden ambos ejemplos a la vieja idea de que el progreso por cuenta propia es inalcanzable, y que la iluminación solo podrá llegar por medio de una fuente externa, observando lo autóctono a partir de la duda y la desconfianza.
Aquella mirada atónita y desigual de las antiguas colonias hacia sus colonizadores ha sido objeto de largas discusiones desde hace casi un siglo, recibiendo inicialmente el concepto del eurocentrismo, cuya definición esencial es la fascinación de las sociedades poscoloniales hacia las tradiciones provenientes de Europa. Pero incluso algunos pensadores más recientes, como Samuel Huntington, han llegado a proponer un término con mayor vigencia: el del euroamericanocentrismo, dado el surgimiento imponente de Estados Unidos como hegemón mundial.
Es mucho lo que se reduce a un largo intento histórico de imitación anhelando el progreso ajeno, concluyendo casi siempre la fatal idea de que la economía, la filosofía y la sociedad poscolonial son insuficientes sin el ejemplo por seguir de la centenaria sabiduría de otras naciones. No solo el pasto del inmenso campo vecino parece ser más verde, también sus tonos simulan ser inalcanzables para el jardín propio, que apenas da sus primeros frutos. Y entonces el síntoma principal de ese malestar masivo es la nostalgia hacia muchas de las tradiciones de los colonizadores.
Pero al mismo tiempo la noción de la insuficiencia de lo autóctono junto a la necesidad de imponer modelos para seguir al pie de la letra constituyen una receta nefasta capaz de frenar los lentos pasos hacia el progreso. Y es ahí donde debe recordarse, aunque se olvide con tanta facilidad, que avanzar no consiste en arrasar con lo local desde la desconfianza y la imitación de lo ajeno, y, en cambio requiere, como los antiguos colonizadores demostraron en su tiempo, ser pensado también desde las capacidades y las necesidades propias.
FERNANDO POSADA ÁNGEL
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