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Cuando solo nos quedan las palabras

La cuarentena nos ha convertido en seres de palabras por encima de seres de acciones.

Fernando Posada
Esta vez no estamos tan solos como antes. Si un factor diferencia radicalmente la nueva pandemia del covid-19 de otras de las tantas plagas y pestilencias ocurridas a lo largo y ancho de la historia, es que esta vez la soledad y la desconexión con el mundo exterior parecen ser menores.
La experiencia humana a lo largo de las pandemias ocurridas desde los tiempos más remotos ha conservado varios rasgos comunes: la incertidumbre permanente, la esperanza inagotable, la preocupación como estado natural y el peso cada vez mayor de la soledad. Pero los progresos desde frentes tan distintos como la ciencia, la tecnología e incluso la filosofía han traído un desenlace menos doloroso en medio de momentos tan complejos. La soledad y el aburrimiento parecen ser cada vez menores en comparación con épocas de recursos más limitados, ante un mandato que tantas veces se ha repetido durante siglos: el de quedarse en casa como fórmula para salvar la vida.
Porque si bien al menos dos pandemias habían tenido lugar en la era del internet —la del sida, a finales del siglo XX, y la del H1N1, a principios del XXI—, esta es la primera vez que el mundo entero ha tomado el difícil camino del confinamiento, pero al mismo tiempo la interconexión permite mantener comunicación inmediata con casi cualquier lugar del planeta. Es cierto que estamos solos y aislados, al menos en la dimensión más física de esas palabras, pero también tenemos la oportunidad nunca antes vista de que la soledad no pese tanto como antes.
Esta combinación agridulce entre la interconexión virtual y el encierro físico la conocemos por primera vez en la historia. Quizás su mayor consecuencia es un cambio de lo más significativo en la experiencia humana, en términos muy generales y con grandísimas excepciones, con un carácter ojalá temporal: la cuarentena nos ha convertido, como todos hemos visto en semanas recientes, en seres de palabras por encima de seres de acciones.
Y son las palabras, precisamente, las únicas que nos permiten confortar a quienes más queremos y extrañamos, así como enviar consuelo permanente a quienes más lo necesitan. Las palabras y las promesas son lo único que podremos ofrecer en estos tiempos. Y, por difícil que sea aceptarlo, sus bondades serán las que nos permitan mantener nuestras vidas y relaciones de la manera más intacta posible. Las acciones, por otro lado, en la mayoría de ocasiones se verán aplazadas de manera indefinida.
Durante la escritura de esta columna de opinión me puse en la tarea de leer ‘Diario del año de la plaga’, uno de las más detallados recuentos de lo que fue la vida cotidiana en medio del último brote de la plaga bubónica, en Londres, publicado por el británico Daniel Defoe a comienzos del siglo XVIII. Resulta impresionante establecer el paralelo entre su vida en aislamiento —en la mitad de una de las ciudades más grandes del mundo en aquel entonces— y la soledad del náufrago Robinson Crusoe, su personaje más conocido en la literatura. No sería exagerado asumir que ambos enfrentaron grados similares de desesperación y de soledad delirante, aun cuando Defoe vivía rodeado de otros humanos separados por los muros de sus casas y Crusoe era el único habitante de su isla. Y la conclusión es una: la falta de canales de comunicación tan óptimos como los que hoy tenemos a nuestra disposición haría de esta experiencia que hoy vivimos, sin duda, una mucho peor.
Defoe anotó en su diario en ese entonces que la experiencia de enfrentar de cerca la muerte durante una plaga debería ser suficiente para arreglar todas nuestras diferencias, restar arrogancia a nuestro carácter y reconciliar a los enfrentados. Una misma esperanza que hoy debemos guardar, para el momento esperado en que el mundo interconectado pueda también volver a ofrecer condiciones para una existencia presencial.
* * *
Aquí entre nos: Pocas actitudes definirían de una manera más clara la estupidez humana en tiempos de una pandemia que los malos tratos sufridos por médicos en establecimientos comerciales y conjuntos residenciales en varios lugares del país. Si no son ellos, nadie más podrá salvarnos de esta crisis. Los profesionales de la salud merecen la gratitud infinita de todos los colombianos por la entrega y el sacrificio que han puesto al servicio del país en estas horas oscuras.
Fernando Posada
Twitter: @fernandoposada_
Fernando Posada
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