La deuda histórica de la justicia con quienes no tienen acceso al sistema es una asignatura pendiente después de pasar la página de La Habana. El paquete de reformas institucionales del posconflicto no podrá limitarse solo a la Jurisdicción Especial de Paz. Deberá apuntar a la creación de condiciones regionales para el ejercicio de los derechos de quienes han sido excluidos del sistema de justicia.
A nuestra generación le cayó como plaga una media docena de violencias –la violencia política, armada, social, del narcotráfico, de los paramilitares, común, etc.–. Pero combatir la forma de violencia simbólica o cultural que se ha ejercido contra el “otro”, contra aquel que es diferente por razones étnicas, sociales, políticas, religiosas o culturales, es una urgencia si se quiere que la paz eche raíces sólidas. Esa violencia niega, invisibiliza, excluye y no pocas veces suprime al otro.
Un enfoque intercultural sobre ese tipo de violencia fue debatido en la Universidad Javeriana de Cali con representantes de las comunidades ancestralmente excluidas, organizado por Manuel Ramiro Muñoz. Para superar los odios, prejuicios y desconocimientos propios de ese tipo de violencia cultural, se requieren reconocimiento, diálogo y reconciliación. Reconciliación como un mandato histórico que rebasa el propio proceso de paz. Como un acto de justicia con las víctimas y con las nuevas generaciones. La palabra ‘justicia’ adquiere una nueva dimensión cuando se silencian los fusiles y se ve la urgente necesidad de cicatrizar las heridas leves o graves y seguir adelante.
No obstante las múltiples tipologías territoriales de Colombia en función de su integración, es claro que el nudo gordiano está en la fortaleza o debilidad de las instituciones locales y regionales. El mayor esfuerzo del Estado deberá estar puesto en aquellas regiones con desempeño “cuasiestatal” de la guerrilla, en términos del monopolio de la fuerza, la justicia y el recaudo fiscal.
Si el principal desafío de la construcción de la paz es el enfoque territorial diferencial, muchas preguntas deben resolverse en el marco de lo regional. Primero, la forma como se va a articular el orden local con la institucionalidad estatal para que el acceso al poder político de exguerrilleros no ahogue a minorías interesadas en el juego político. Segundo, cómo asegurar el respeto absoluto a los derechos de las minorías por parte de actores viejos y nuevos que accedan al poder local. Y tercero, cómo lograr la cohabitación a nivel local para generar confianza y hábitos no violentos en la competencia política. Máxime cuando las circunscripciones especiales no pueden convertirse en coto de caza del partido político de la guerrilla.
Superar la concepción antipolítica de la política mediante el rediseño de la relación del Estado central con los departamentos, los municipios, los corregimientos y las veredas. En esencia, la búsqueda de soluciones, en el escenario de la política regional, para las grandes tensiones sociales que vendrán en los próximos años.
Hoy, todavía muchos siguen creyendo que la reforma de la justicia nada tiene que ver con la reforma social. Pese a que la justicia que falta en Colombia huele a pobreza y a tierra. Justicia para los campesinos, indígenas y afros que conforman esta nación en la que las medallas de oro deportivas germinan en un suelo donde la exclusión y la desigualdad son la regla. Por ello, aquí hemos repetido tantas veces que una paz sin justicia es insostenible, vacua y efímera.
No hay derecho. La voz de las victimas al perdonar a los victimarios hace parte de la centralidad ética, jurídica y política de sus derechos. Un gesto magnánimo que no admite cuestionamientos en el fragor de la contienda electoral.
Fernando Carrillo Flórez@fcarrilloflorez
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